Imprecisiones

Como te iba diciendo, yo tenía una edad que ahora me resulta inexplicable, cuando me dibujaron un mundo que se dividía en partes precisas: jónicas, dóricas, corintias, barrocas o góticas, revolucionarias o conservadoras, del Madrid o en su contra...

Recuerdo con cierta nostalgia aquella incredulidad, casi visceral, con la que me oponía a ese desmembramiento, a aquella colección de mariposas pinchadas en un corcho dispuestas en filas y columnas. Y recuerdo también, lo inexplicable, aquello que me golpeaba una y otra vez, ayudado por las hormonas, impidiendo que me rindiera a ese modelo de cara y cruz que me resultaba tan indigesto.

La vida avanzó y yo, como te iba diciendo, la seguí a duras penas, con la lengua fuera y el corazón astillado, por itinerarios que resultaron ser vías y no redes. No puedo quejarme, porque la vida no tiene oficina de reclamaciones, y porque, al fin, yo mismo decidí mi propio desvarío, sobre todo, el interior.

No importa. Porque ahora que tengo una edad tan increíble para aquel entonces y tan difícil de explicar a quienes no la han tenido nunca, sigo viendo difusos los límites de las emociones que me atraviesan, sigo descubriendo colores nuevos en los paisajes que me conmueven, sigo pronunciando palabras inauditas que no consigo que nadie me devuelva intactas.

Pero, como te iba diciendo, hay cosas que sí he resuelto. Sé que es posible que lo distinto y lo asimétrico conformen un equilibrio sencillo. Que los desiguales establecen sin problema su propia armonía inexpugnable. Que lo heterogéneo puede encontrarse en el centro de cualquier concordia.

Somos seres dispares adheridos con una fuerza insólita, insólita al menos para mí. Tenemos naturalezas asíncronas que se abrazan hasta conformar un mundo propio, quiero creer que común. Hemos entendido que dos corazones, aunque no latan acompasados, pueden generar su propia música, bella, original, adictiva... y seguirla escuchando por entre medias de algunas canciones.

Porque las ventajas y los inconvenientes no solo vienen juntos, sino revueltos e inseparables, como te iba diciendo, déjame que siga llamando amor a este modo de soñar tan impreciso, a esta conversación ininterrumpida que a veces se difumina en un beso, a esta manera de dar pasos indefinidos hacia no importa dónde.

Lo llamo amor con la misma esperanza con la que se llama a todas aquellas cosas que nadie ha conseguido definir nunca. Lo llamo amor con el mismo miedo con el que se llama a todas aquellas cosas que nadie ha conseguido controlar nunca. Lo llamo amor con el mismo dolor con el que se llama a todo aquello que algún día se pierde.

Lo llamo amor siendo consciente de todas sus imprecisiones pasadas, presentes y venideras. Y lo llamo amor con la imprecisa intención de convencerte. De convencerte más.

 

Cada vez más lejos

Como te iba diciendo, cada vez estoy más lejos del mundo, de este mundo que nunca sabré si alguna vez habité y que me va pasando como una retahíla desordenada de parpadeos. Lejos de ese mundo que sólo notaba alrededor cuando tú te empeñabas en descifrarmelo a bocanadas.

Unas veces, la oruga se encierra en el capullo y no quiere salir mariposa porque volar da vértigo, porque las paredes protegen de la lluvia, porque verse frágil es la tentación perfecta. Otras veces, porque se pierde la cabeza y se vive en vuelo rasante sobre un paisaje que, si bien no es sueño ni pesadilla, tiene más de sombra que de víscera.

Como te iba diciendo, yo también desearía volver a perder la cabeza y disfrutar cada roce como una playa perpetua y sufrir cada silencio como un precipicio sin fondo.

Yo también quisiera volver a perder la cabeza y vivir de nuevo y a cámara lenta ese inmenso vacío que te traspasa mientras la pantalla luminosa te anuncia que no tienes ningún correo nuevo. Cambiaría sin pensar todo el desvivir que me quede por otro sinvivir como aquel que recuerdo.

Como te iba diciendo, volvería con gusto a perder la cabeza. Volvería a perderla incluso contigo. Volvería a perderla incluso sabiendo como sé que después de perder la cabeza se recupera, y se recupera con ella un dolor que ya nunca llega a mitigarse del todo.

Volvería a perder la cabeza incluso sabiendo de las brasas y los pies descalzos que tiene el camino de vuelta, cuando dos criaturas pasan de no tener futuro a solo tener un trocito de pasado que se queda extendido sobre la arena y que se pierde por el mismo sitio que los títulos de crédito.

Pero como te iba diciendo, cada vez estoy más lejos del mundo. Veo menos y peor, cada vez me cuesta más cada movimiento. Estoy perdiendo el oído, y no sé si con él también se me están yendo palabras que decirte. Pierdo olfato a paso acelerado, ya ni siquiera reconozco el perfume aquel que rellenaba el universo. Y pierdo memoria (aunque con buen criterio) y pierdo sueño (aunque ya casi no me quejo) y pierdo todos los tactos (especialmente el de las ráfagas y el de los truenos).

¡Qué humor tan peculiar y tan negro tienen los bordes de la vida! Ahora que yo, como te iba diciendo, volvería a perder la cabeza como niño que desenvuelve regalo, lo que estoy perdiendo es el cuerpo.

Perdiendo un cuerpo que, al contrario que la cabeza, ya nunca se vuelve a recuperar.

Por cierto, que el poema encargado ya estaba hecho antes de que nadie lo pidiera. Aunque no es éste, que sólo es otro de los que hice cuando estaba loco y me daba por adivinar el futuro.


NORIA

Al poner el pie en el suelo, desde ese mismo instante, la echó de menos. Sin embargo, le gustó que la tierra le recibiera sin moverse. El estómago agradeció ese momento quedándose quieto dentro de la barriga.

Respiró como si allá arriba hubiese otra clase de aire, más liviano y menos inerte. Pero estaba acabando de comprender, con el primer apoyo en tierra firme, que era un aire amniótico e insustituible.

Se detuvo a parpadear mirando hacia atrás y recordando el vértigo que nublaba la vista, el miedo que le paralizaba los dedos y la asfixia aquella que agrandaba las pupilas. Notó que el corazón había dejado de corretearle cosquillas por el cuerpo y que todo estaba tan extrañamente tranquilo que parecía sueño.

Pero, al mismo poner un pie en el suelo, en el preciso instante en que el sosiego endulzó los vértices del pasado, destapó lo incierto del futuro; y echó tanto de menos todo aquel sinvivir de la barquilla, que deseó volver a subirse.

Yo también cambio la cordura y todo el sosiego que me quede, por otros tres minutos de ticket.

EL JUEGO EN QUE ANDAMOS

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.

Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

(Juan Gelman, El juego en que andamos, 1958)

Nos devora

Como te iba diciendo, nos devora. Y así quedo la conversación suspendida. Hasta que hemos vuelto a hablar de tiempo después.

Como te iba diciendo, el tiempo nos devora y aquí estamos, a punto de recibir otra dentellada sonora a base de campanas.

Parece que somos nosotros, pero son las uvas las que nos toman, como siempre, por sorpresa, casi sin que nos demos cuenta del vértigo con el que pasa la vida y se lo lleva todo. Como si, al volver a mirar a la pantalla -sólo ha sido un instante-, ya no supieramos por dónde va la película, si es que es la misma que estábamos viendo.

Pedimos deseos para el año que llega como un recuento de lo que nos falta, como un inventario de arrugas que estirar, como si domináramos a la fiera mientras nos caza.

Nos concentramos en ese don de la soberbia imposible hasta que, recién nombrados capitanes del barco, descubrimos que no tiene timón y empezamos a notar, como un murmullo lejano, que al fondo del paisaje, en la catarata, a todos nos espera la misma suerte.

Como te iba diciendo, por más atentos que estemos, por más prisa que nos demos, siempre se nos hace tarde muy pronto.

Pero algo hemos aprendido y ya no gastamos energía en desear que venga lo bueno. Sino que pedimos que, lo bueno que venga, mucho o poco, nos encuentre en condiciones de poder disfrutarlo. Que aunque no nos quede mucha cuerda, que nos quede cuerda para rato. Que aunque las cartas estén marcadas y no tengamos buen juego, que todavía nos quede algo que apostar.

Para el año que se va, como para todos los que se fueron, solamente adiós. Y al nuevo solo pedirle, como te iba diciendo, que aún tengamos algo que decir.





Otro año que se va. Los tantos que se fueron
nos dejaron un verbo repetido
con significados diferentes
y el mapa de un tesoro que no está en ningún mapa,
conversaciones lentas y el silencio,
y luces que se apagan y sombras que se encienden,
y el vagar de alma en pena por el alma
de lo que no supimos expresar.

Otro año, mi vida. Y nosotros buscando
la llave que nos cierre la puerta del pasado
para estar en el tiempo,
que nunca es el ayer sino el enigma,
que nunca es regresar sino perderse.

(Felipe Benítez Reyes, La misma luna, 2006)


Casi agradecería

Como te iba diciendo, la ciencia lo explica todo. Desde la adquisición del lenguaje hasta la lenta destrucción de la identidad que nos regala el Alzheimer. La gravedad y el magnetismo, el paso de las estaciones y las fases de la luna. La percepción sentimental de la brisa, el frío sordo de los campos de nieve y las longitudes de onda de la música.

Explica la geometría púrpura de tu sexo, la arquitectura perfecta y púrpura de una noche de abril a la hora del deseo y el color púrpura de la lluvia.

Su bisturí disecciona la vida, la enfermedad y la muerte, con tanta parsimonia y exactitud que produce escalofríos. Nos ilustra sobre esquizofrenias, alucinaciones y visiones ascéticas. Y esclarece la composición neuroquímica que desencadena el amor y el deseo.

Como te iba diciendo, todo lo que explica la ciencia pierde el misterio con que lo vivimos. Y cuando uno sabe de hipotálamos y de endorfinas, de corpúsculos de Meissner, de queratocitos y de células de Merckel, el deseo parece quedarse en veneno, el amor en trastorno transitorio, la memoria en impulsos bioeléctricos.

La ciencia dice explicarlo todo. Todo sobre todo. Todo sobre el amor y sobre el deseo. Sin embargo, no consigo que me explique cual de ellas es la causa y cual el efecto. Ni tampoco me aclara por qué escribo a máquina en la electrónica de este papel las cosas que desearía grabar para siempre y a mano en la memoria infinita de tu piel.

Como te iba diciendo, la ciencia explica todo lo que ya ha pasado. Pero, no sé si por suerte o por desgracia, la ciencia aún no acierta a averiguar la causa de lo próximo, del porvenir, de las decisiones que se habrán de tomar luego, más allá, a la vuelta de esa esquina que ahora ni siquiera imaginamos que doblaremos.

¿Sabes? Aunque hubo veces en las que pedí a gritos un mapa, ahora que ya he atravesado desiertos y pantanos, casi agradecería a la ciencia que se dejara de tantas explicaciones, casi agradecería al diccionario que se dejara de tantas traducciones. Casi agradecería que siguiera lloviendo mansamente, como esta tarde, sin que me lo avisen en los telediarios.

Y casi agradecería olvidar esta certeza que tengo de que todos lo que escriba, como este texto, acabará con un punto final.





Costumbre

No estábamos seguros.

Y aquel esfuerzo por parecerlo
fue dibujando la traición más desolada,
como si nos hubiéramos perdido de vista
mirándonos a los ojos,
acaso tropezando con la piedra misma.

Como niños que juegan a inventar colores
y acaban manchando de ocre
el porvenir de los pinceles,
inventamos un modo de irse alejando,
una manera de apartar lentamente
a quien te conoce tan palmo a palmo
que cualquier roce de su cuerpo significa
desvelar el esqueleto de tu historia.

Recuerdo haber cantado miedo y vino
en el sótano de algunas noches
en las que la duda era un pájaro
y el corazón consistía
en pasear descalzos por el parque.

Ignorábamos entonces
que el calor que desprenden
dos cuerpos desacertados abrazándose
como al salvavidas de un naufragio,
no necesitaba arreglo alguno
porque ser imperfectos y turbios
no significa estar rotos.

Pero no estábamos seguros.

Y ahora que el tiempo ha corrido
en lugar de seguir andando,
continuo sin saber, sin estar seguro,
sin haber perdido esta viscosa costumbre
de esforzarme en parecerlo,
a pesar de que hace ya muchos insomnios
que el olvidado para qué.

(Quizás te suene a palabras de otro, 2016)

Un día cualquiera

Como te iba diciendo, puede que al levantarme mañana, no sea mañana, sino otro día cualquiera. Un día distinto, con otros guiños, con otras palabras, con otros cuerpos.

No es un milagro tan difícil, me ocurre muy a menudo. Porque a menudo espero que mañana sea ese día exacto y no una antesala de las muchas que tienen las habitaciones de una vida.

Pero siempre que espero que mañana sea ese día, al levantarme, me encuentro con que el calendario me ofrece otro día de cuerpo adyacente, otro día de relojes que no se sincronizan y otro desesperante interludio de gente que se agolpa en los umbrales de cada puerta entrebierta a la que me asomo.

A veces parece un futuro lejano imposible de conjugar o un pasado sin participio, y me deja haciendo piruetas en el aire cuando espero que mañana sea el día y, sin embargo, siempre es otro el que aparece.

Y cuando es otro día cualquiera y no el que esperaba, reflexiono aire al levantarme de la cama, divido el agua en dos partes iguales con el cuerpo, añado esperanza al café en vez de azúcar y me voy fumando los planes que no se cumplirán hasta que el coche arranca y me lleva de visita por el mundo.

Entonces, adormilado todavía, me extrañan los buenos días que insisten en que nada es diferente, entiendo la broma universal que me está gastando el azar y asumo que tengo que esperar otro día más.

Pero, si es verdad que nunca tuve prisa, como te iba diciendo, también es cierto que ahora ya no tengo miedo. Ni tan siquiera me queda el miedo a que nunca llegue ese día y, como posiblemente suceda mañana, siempre sea otro día cualquiera el que esté por(-)venir.



Propulsión

Nadie escoge el hueco, el hambre de los dedos,
la sed inacabable de mirar por las ventanas
para concentrar la resonancia del futuro.

Nadie escoge sentirse árido, torpe, abyecto,
susurrarse trayectos que caen en el desconsuelo,
tenderse sobre la cama de las legañas
doblándose al dolor de unos labios nómadas
y en el vilo de corazones ajenos.

Nadie escoge el hueco, la grieta,
no se dejan ignorar las fieras y el tumulto,
el rigor que aprieta el nudo sobre el cuello,
las horas a las que se paraliza el ímpetu.

Pero tenemos que sembrar de sangre fría
la mirada propia, arrojarnos sin red a la vida,
saludar al fogonazo de la esperanza,
extender las otras manos vacías al aliento,
conservar entornado el destino, apaciguar el miedo,
desdeñar la mochila de andarse por las ramas.

Porque nadie escoge el hueco, tenemos
que abandonar los retales de toda sombra,
propulsarnos hacia la luz esquiva de otro sueño,
arder en los otros viajeros que transitan,
y andar con los ojos abiertos,
porque tampoco nadie sabe
el camino exacto de los encuentros,
pero siempre ocurren a la vuelta de una esquina.

(La vida es insomnio, 2012)

Interferencias

Te solivanta el teléfono inoportuno, un vecino que aparece para matar un rato o, al menos, para hacerlo más llevadero. Como te iba diciendo, se me entrecorta el mensaje, no consigo evitarlo.

Entonces llama a la puerta el operario, un mensaje que llega con un pitido para que recuerdes llevar alguna cosa, la hora de cambiar la goma de sitio para el riego, las pastillas contra el dolor de cabeza.

Quehaceres metidos en un horario áspero, en una tarde rellena, en un fin de semana completo, en un puente interminable. Otras veces un viaje, una cita ineludible, alguien que te reclama y te necesita con urgencia.

Un niño que se acerca preguntando, un ruido por detrás de la puerta. A veces era un malentendido, una sombra de la memoria, una enfermedad de los otros, un ojo avizor al que despistar.

Inquieto miras por si hubiera un correo que no llega, un artículo que no se escribe, una mudanza que te deja sin herramientas, una desolación que te deja sin pulmones.

Extrañas frases que se dejan a medias y producen significados difíciles, un espacio entre las palabras que escribes, una coma bien o mal puesta, un verso que rima en asonante.

Relees un punto final tantas veces que consigues convertirlo en puntos suspensivos, las manos que no saben qué decir cuando no teclean, una lágrima que hace que se corra la tinta electrónica.

Ocurre que, como te iba diciendo, a fuerza de interrupciones, se entrecorta el mensaje, se dispersa y, al llegar intermitente, dejas de percibirlo. Pero el mensaje, eso que quise decirte, está aquí escrito, asolado por las interferencias.



Impersonal

Y todo para confesarte -por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas-, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme.

Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.

(La vida es insomnio, 2012)

Números

Te dije catorce, con el corazón de noventa y nueve, y tú me contestaste diecisiete. Veinticuatro fue después la vida que vivimos, con quinces y treces salpicando los días, que a veces nacían cincos y morían ochos.

Por más que nos prometimos treinta y tres, nunca cumplimos cincuenta y cinco. Y toda la lista de los cuarenta se nos quedó pegada al paladar del treinta y nueve, y en los huesos del veinte y en las heridas del setenta y tres.

Entregamos sesenta y cinco a la hoguera de los once, restamos veintitres para sentirnos vivos de nuevo y sumamos cuarenta a las rutinas de un amor en cuenta atrás que se detuvo en el diez. El ochenta y dos ardía por las noches, el tres y el uno se alternaban los domingos y cero coma dos era nuestro exceso más instintivo.

Como te iba diciendo, tal vez con números hubiera sido más sencillo. Quizá con números irracionales todo habría sido más exacto, con números naturales todo más sutil y más claro, con números transfinitos, todo más duradero.

Podríamos descomponer ahora el resultado en factores, elevarlos a la potencia conveniente, enhebrarlos de nueve en nueve y llamarlos con el dedo. Anotar las que te llevas, cancelar con un cero una parte del cociente y aferrarnos a la cifra siguiente cogidos de la mano.

Aunque me temo que tampoco hubiéramos podido evitar las restas o las divisiones, ni alterar los cambios de signo de los tiempos. Ni combatir la inexactitud de los números serios, ni el dolor de los ordinales luchando a veces por no ser el segundo y, otras veces, por serlo. Quizá no se puedan evitar los quebrados y su sufrimiento, quizás es que no se pueden evitar los decimales y su angustia imprevisible.

Como te iba diciendo, tal vez con números todo hubiera sido más sencillo, no lo sé. Y sé que nunca podremos saberlo porque yo sólo tengo palabras en los labios adjetivos, diccionarios enteros metidos en este corazón adverbio y sinónimos bailándome alrededor de los silencios.

Porque los dedos, al moverse, se me vuelven vocabulario, nunca sabremos si con números hubiera sido todo más compacto y menos etéreo, más real y menos sueño, más verdad y menos error ennoblecido por el recuerdo.

Aunque sé que nunca lo sabremos, por si acaso, como te iba diciendo, catorce.



JUEGO DE NIÑOS

Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas
pequeñas golondrinas con muletas
que sabían pronunciar la palabra amor.
F.G.LORCA

“E-cinco” dijiste la primera vez; como si nada, lo primero que vino a tu mente, cosas del azar. Yo me sentí tocado nada más empezar este juego de secretos, cavilando el roce de las miradas desatadas que nos propinamos sin querer.

“E-seis”, continuó tu maniobra, y me volviste a tocar. Yo estaba contento porque, en el fondo, a todos nos gusta ser descubiertos en otras manos suaves y blancas. Después de eso, ya se sabe que con un solo beso se alteran las brújulas y se redibujan las cartas de navegación.

Bastó poco para que afinases la puntería con un ”E-siete”. Me dejaste herido de muerte, hundido sin remisión en tus ojos, deseando que tu abordaje me durara para siempre.

Hice trampa, ahora puedo confesártelo, y, sin que tú me vieras, moví mi corazón un poquito para que pudieras darle más fácilmente. Y en verdad que no hubiera hecho falta, porque hay algo en tus ojos que me adivina el rumbo, desde el principio; como hay algo en tu boca que mueve todos los vientos a tu favor.

Pero ahora que es mi turno de estar hundido, ahora que tu recuerdo me tiene ahogada la voz, te escondes detrás del tablero y, a todos los números y letras que digo, siempre me respondes con lo mismo: agua, agua, agua...

Y nunca acierto a tocarte el corazón.


Corazón en semáforo

Ocurre que cualquier día insospechado
al ir andando no sé por la casa
o por la calle
o en el trabajo
dejas el corazón sobre una mesa
o en un cajón
o en el semáforo
y sigues andando como si nada
o como casi nada
no lo nota nadie ni tus vecinos
ni tus amigos
ni la persona
que duerme contigo de vez en cuando
o muchas veces
o casi siempre
y tus pasos se vuelven torpes lentos
o vacilantes
o inesperados

las palabras te salen muy pastosas
o incoherentes
o timoratas
y miras siempre a lo lejos ausente
se vuelve denso el aire que respiras
en pequeñas caladas
y nunca sabes donde estás ahora
porque siempre estás como en otra parte
aunque fuera todo parece en orden
no estás enfermo
ni deprimido
ni medio loco

y así van pasando lentas las horas
se confunden unos días con los otros
se te escurren de las manos los platos
o los papeles
o la cuchara
la luz las farolas se vuelve pálida
mientras vagas de noche como zombie
o alucinado
o confundido

hasta que un día cualquiera insospechado
cuando ya te estabas acostumbrando
a esa impalpable especie de indolencia
o de anestesia
o de desidia
te recuerdas hablando por teléfono
doblando la esquina entrando en tu casa
y al meter la mano dentro del bolso
o ceder paso
o escuchar una palabra escondida
te palpas sorpresa ha vuelto el latido
qué sé yo el pulso
la vieja arritmia
el corazón otra vez en el pecho
o en plena boca
o en la punta lejana de los dedos
y durante ese momento te alegras
te alivias respiras profundamente
como si al fin estuvieras completo

aunque luego después algo más tarde
recuperas la consciencia muy inquieto
o preocupado
o acongojado
porque notas lo grave del problema
y ahora no entiendes como has podido
aguantar tanto
olvidarte el corazón en la mesa
o en un cajón
o en un semáforo





Esperar

Una niña muy pequeña jugando en una playa de noviembre, una madre leyendo al sol sobre la arena. Unas fotos que inmortalizan el momento, una música que suena mientras las fotos flotan en el plasma y una frase, en una tipografía bastante cursi, que define la sensación: "Que se pare el tiempo".

Pero, como te iba diciendo, el tiempo no se detiene nunca y hay que recoger las toallas y las cremas y salir de todas las playas antes de que el sol se esconda y el frío ocupe el sitio que le corresponde en el calendario. Siempre hay que huir del escenario antes incluso de que la escena termine.

La felicidad es un pez que se escurre de las manos, una pompa de jabón que no resiste nuestro tacto sin romperse en mil pedazos y salpicarnos con sus gotas. No creo que ni la hija ni la madre hubieran previsto la magia de ese momento que después sucedió sin más, porque sí, más allá de todo control.

No sé cuánto dura la felicidad ni la forma en que vendrá a visitarme de tanto en tanto, nadie lo sabe. Una llamada, una foto, una conversación, una canción, una película, un beso, una forma de mirar, una lágrima, un sueño. Nadie lo sabe. Aunque lo que sí sé es que precisamente esa ignorancia que nos mantiene en vilo, con los ojos abiertos a reconocerla, es un regalo de la vida cuyo valor pasa desapercibido.

Porque queremos que venga, que venga ahora, que venga de unas manos en las que la ponemos, como si, la felicidad, estuviese afuera, lejos, escondida entre el devenir del mundo que nos rodea. Creo sin embargo, que la felicidad sucede dentro, que se traduce en un modo particular de mirar las cosas que vemos siempre, en una manera especial de sentir todo eso que ya sentimos con frecuencia.

Pero claro que tiene circunstancias y entorno y condiciones favorables o no. Claro que tiene sujetos y predicados, objetos y lapsos, vísceras y sueño. Nos pasamos la vida intentando provocar que venga, pretendiendo adivinar cómo, cuándo y con quién. Y el tiempo pasa y al final entendemos que siempre llega por sorpresa y que nos pilla sin afeitar, en el sitio más incorrecto, cuando más prisa tenemos porque toca irse hacia la siguiente obligación.

Pero, como te iba diciendo, no estoy de acuerdo en que no haya que esperar nada de nadie. Creo que la felicidad consiste, sobre todo, en esperarla, en hacer malabares mientras nos imaginamos cómo, en planchar la ropa que usaremos cuando llegue.

Y si luego no llega, y si luego llega y se va enseguida, a salir del escenario antes de que se derrumbe sobre nuestras cabezas, a salir de todas las playas con los pies llenos de arena, a recoger los platos rotos de la fiesta. Y a estirarse otra vez el corazón y las sábanas para que, cuando vuelva, no nos note las arrugas.

Como te iba diciendo, la felicidad consiste en esperarla, en imaginar un cómo, en fantasear con el momento, en soñar un con quién. Pero sobre todo, en reconocerla cuando sucede; porque puede estar pasando ahora mismo, en este rectángulo, mientras se escribe o se lee algún manifiesto como este con los ojos entornados, con la memoria incandescente y con la imaginación a todo gas.





Ligeramente acurrucada

A veces te imagino tendida como el horizonte, lejana, distante, inalcanzable.

A veces imagino que estás sentada aquí a mi lado y escucho tu voz claramente alegre discutiendo pequeños detalles de una cena informal en la que no se hace mención expresa al postre que nos asoma por los ojos.

A veces te imagino sacando la mano por la ventanilla y jugando con el viento que te alborota las ganas de hablar y te arremolina los pensamientos. Y me dices que ese no es el cruce, que tiene que ser el siguiente y yo te creo y seguimos viajando y me posas la mano en la rodilla distraidamente, como quien recuerda un acto de amor por sus iniciales.

A veces te imagino con los ojos redondos en el otro extremo de una sala abarrotada de gente que mira cuadros o esculturas. O que llegas cargada de bolsas en las dos manos, con los ojos bajos, como si no quisieras mirar a la cara de una cierta clase de dicha que has encontrado, aunque no estás muy segura de que lo sea.

A veces te imagino callada, desnuda, sobre la cama, ligeramente acurrucada de medio lado, dejando descansar la cabeza sobre tu antebrazo, liberando tu piel de la dictadura del deseo y dejándola esparcirse por entre las sábanas justo hasta el lugar en donde nace tu cabello que se desmelena y se me enreda entre los dedos.

A veces te imagino. Me gusta imaginarte y soy capaz de hacerlo tan bien que, a veces, después de haberte imaginado con todo detalle, tú misma sales convencida de haber estado aquí, a este lado de mis sueños, en este extraño doblez de la felicidad.

Regalos

Como te iba diciendo, estaba pensando en los regalos. Estaba pensando en los regalos por una cuestión de un poema que estaba revisando. Bueno, luego lo pongo por si alguien quiere leerlo.

Te iba a decir que ya nadie regala nada, que toda persona que entrega algo, por mucha generosidad que alegue, en el fondo siempre espera otro algo a cambio. A veces, ni siquiera es consciente de lo que espera; pero siempre que sucede un regalo, se pone en marcha un trueque.

Como poco uno espera que el regalo se acepte, incluso que se agradezca. Uno espera que a los cumpleañeros les guste la camisa o la corbata, que los se casan no tiren a la basura el horroroso buda de porcelana que se les encasqueta, que busquen corriendo un gran jarrón para poner en mitad del salón el ramo indiscreto.

No se escapan de esta espiral de devoluciones aquellos que, en lugar de comprar, fabrican o inventan sus regalos y ofrecen, por el módico precio de algún gesto de complicidad, poemas recién aliñados, borradores de canciones o retratos al pastel, bufandas de colores digamos que insólitos, bizcochos adornados a lo masterchef... o, simplemente, besos educados y abrazos a media piel.

Pero todos esperan correspondencia. Quizá haya que modificar la palabra, de tanta transacción emocional a la que la sometemos, y encontrar otro término que realmente signifique ofrecer algo de forma completamente desinteresada.

A veces creo que la admiración sí que es desinteresada o, si no lo es completamente, tiene un interés demasiado complicado como para descubrirlo. Y, cuando creo eso, me pongo muy triste al darme cuenta de que puede que el único amor verdadero esté en el fútbol, porque uno sigue siendo de su equipo por mucho que les metan cinco y haya que echar al entrenador.

Habrá quien crea que esa nueva palabra ya existe y que se llama amor, aunque me temo que se equivocan romántica y completamente, pues no hay sentimiento ni acción que reclame con más avidez y menos flexibilidad el hecho de ser correspondido. Quizá, estoy ahora pensando, que mucho más desinteresado es el odio. O el olvido.

Así que creo que sólo puede llamarse regalo a esas personas que nos pasan por la vida de tanto en tanto y nos la despeluznan con un soplo. A esos momentos que nos trae el azar en los que el tiempo se detiene brevemente para crear una eternidad pequeñita que llevarnos a la memoria.

Así que, como te iba diciendo, creo que sólo puede llamarse regalo a todo eso que habremos de echar de menos, un día, después, cuando sea tarde.






Ticket regalo

El mensaje y la tinta
no son inalterables.

En la blanca memoria del papel
el paso agrio del tiempo los desgasta,
los trasluce,
se emborronan.

Su tipografía blanda se resiente
del polvoriento olvido acumulado
sobre el mueble
de la entrada.

Ya no puede leerse la fecha impresa,
desvanecida en puntos arbitrarios,
aunque mis ojos saben
que ese día fue redondo.

El fino suéter que venía en la bolsa
me quedaba demasiado ajustado
y nunca me lo puse
ni lo cambié por otro de otra talla.

Cuando el verano y el invierno se alían
en el zafarrancho de los armarios,
la prenda asoma por su cocodrilo
y nuevamente extraño
el don de tu mirada sobre mí
cuando ayer me lo imaginaste puesto.

Es la prueba tangible
de que una vez, desde tus ojos,
mi cuerpo te pareció tan delgado,
mis palabras tan de tu misma talla,
mi corazón tan tuyo.

Pero ocurre que el cuerpo y las palabras
y el corazón y la fibra
y el mensaje y la tinta
no son inalterables.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)