Regalos

Como te iba diciendo, estaba pensando en los regalos. Estaba pensando en los regalos por una cuestión de un poema que estaba revisando. Bueno, luego lo pongo por si alguien quiere leerlo.

Te iba a decir que ya nadie regala nada, que toda persona que entrega algo, por mucha generosidad que alegue, en el fondo siempre espera otro algo a cambio. A veces, ni siquiera es consciente de lo que espera; pero siempre que sucede un regalo, se pone en marcha un trueque.

Como poco uno espera que el regalo se acepte, incluso que se agradezca. Uno espera que a los cumpleañeros les guste la camisa o la corbata, que los se casan no tiren a la basura el horroroso buda de porcelana que se les encasqueta, que busquen corriendo un gran jarrón para poner en mitad del salón el ramo indiscreto.

No se escapan de esta espiral de devoluciones aquellos que, en lugar de comprar, fabrican o inventan sus regalos y ofrecen, por el módico precio de algún gesto de complicidad, poemas recién aliñados, borradores de canciones o retratos al pastel, bufandas de colores digamos que insólitos, bizcochos adornados a lo masterchef... o, simplemente, besos educados y abrazos a media piel.

Pero todos esperan correspondencia. Quizá haya que modificar la palabra, de tanta transacción emocional a la que la sometemos, y encontrar otro término que realmente signifique ofrecer algo de forma completamente desinteresada.

A veces creo que la admiración sí que es desinteresada o, si no lo es completamente, tiene un interés demasiado complicado como para descubrirlo. Y, cuando creo eso, me pongo muy triste al darme cuenta de que puede que el único amor verdadero esté en el fútbol, porque uno sigue siendo de su equipo por mucho que les metan cinco y haya que echar al entrenador.

Habrá quien crea que esa nueva palabra ya existe y que se llama amor, aunque me temo que se equivocan romántica y completamente, pues no hay sentimiento ni acción que reclame con más avidez y menos flexibilidad el hecho de ser correspondido. Quizá, estoy ahora pensando, que mucho más desinteresado es el odio. O el olvido.

Así que creo que sólo puede llamarse regalo a esas personas que nos pasan por la vida de tanto en tanto y nos la despeluznan con un soplo. A esos momentos que nos trae el azar en los que el tiempo se detiene brevemente para crear una eternidad pequeñita que llevarnos a la memoria.

Así que, como te iba diciendo, creo que sólo puede llamarse regalo a todo eso que habremos de echar de menos, un día, después, cuando sea tarde.






Ticket regalo

El mensaje y la tinta
no son inalterables.

En la blanca memoria del papel
el paso agrio del tiempo los desgasta,
los trasluce,
se emborronan.

Su tipografía blanda se resiente
del polvoriento olvido acumulado
sobre el mueble
de la entrada.

Ya no puede leerse la fecha impresa,
desvanecida en puntos arbitrarios,
aunque mis ojos saben
que ese día fue redondo.

El fino suéter que venía en la bolsa
me quedaba demasiado ajustado
y nunca me lo puse
ni lo cambié por otro de otra talla.

Cuando el verano y el invierno se alían
en el zafarrancho de los armarios,
la prenda asoma por su cocodrilo
y nuevamente extraño
el don de tu mirada sobre mí
cuando ayer me lo imaginaste puesto.

Es la prueba tangible
de que una vez, desde tus ojos,
mi cuerpo te pareció tan delgado,
mis palabras tan de tu misma talla,
mi corazón tan tuyo.

Pero ocurre que el cuerpo y las palabras
y el corazón y la fibra
y el mensaje y la tinta
no son inalterables.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

Cine

Me gustan mucho las películas. Para mí el cine está hecho con la materia de los sueños y los sueños son el horizonte de la vida y la vida es insomnio. Así que, aplicando aquella propiedad transitiva que aprendimos en la escuela, podríamos terminar este embrolloso razonamiento diciendo que el insomnio es una película. O que las películas son un insomnio. No sé, creo que me he liado un poco, mejor lo dejamos ahí.

El caso es que como te iba diciendo, aunque me encantan las películas, odio el cine. Digo el cinema, el recinto oscuro que siempre tiene cierto aroma sudoroso y dulzón mezclado con la sal de las palomitas. Lo odio porque cuando se apagan las luces y me meto en la película (y si no me meto, no hago más que pensar en salirme aunque al final no me salgo), digo que cuando me meto en la historia y empiezo a notar como si los diálogos me salieran de la cabeza en lugar de entrarme por el oído, me siento como en casa. Y no hay nada más horroroso que sentirse como en casa en un sitio, en un tiempo, en una relación, que sabes que no lo es y que nunca podrá serlo.

No obstante, siempre hay quien me convence de acudir a alguna sesión, especialmente si se trata de una de esas películas que aparentemente la pantalla grande las mejora y que, por cierto, ni son tantas ni, en mi opinión, las mejoran tanto. Será porque yo puedo concentrarme en cualquier rectángulo (tendrías que verme escribiendo esto, aquí, retorciendo el chandal y el cuello en el sofá), en cualquier rectángulo digo, por pequeño que sea, y vivir en él una vida, aunque sea una vida que esté a medio escribir.

Me estoy dispersando, que es lo que me siempre me pasa con lo que no te estaba diciendo, y por si fuera poco, me parecen preciosas las canciones que tengo puestas de fondo. Así que te lo voy a seguir diciendo para ver si así me centro y puedo terminar.

Como te iba diciendo, me resulta difícil explicar qué es lo que hace que una película me guste o me deje fuera de juego. A veces es una frase del diálogo que dice que cada uno se muere como puede, otras veces la intriga de saber quien es el asesino y querer averiguar cómo se las va a ingeniar el director para sorprenderme; la trama de una tartera que se equivoca de destino, un personaje áspero que padece cáncer de boca, el absurdo que desvela un hombre brotando en un huerto de Albacete, una escena con edificios y espejos en Columbus o cómo entra la luz por la ventana de una pastelería de Tokio.

No hay regla fija sobre lo que me gusta de las películas, de las canciones, de las personas. Como tampoco hay regla fija para saber qué curiosos papelorios voy a guardar en los cajones y, mucho menos, para adivinar la peregrina o sentimental razón por la que los guardo, ni la minúscula casualidad por la que me los encuentro días, meses, años después.

Aunque lo que sí recuerdo con asombrosa claridad es el acto, la emoción que contuve, lo rápido que pasó el tiempo que duró. Y como te iba diciendo, a veces me da por escribir libros mientras aliso y desarrugo una entrada de cine en la que ya no se puede leer la fecha ni la fila de la oscuridad en que sucedió. Aunque sí que recuerdo, claramente, como si hubiera sido ayer, que mi butaca era la de tu izquierda.

Si bien es cierto, como ya te diré en otro momento, que nos inventamos todo y que la ciencia ya está en condiciones de demostrar que, lo que más nos inventamos, son los recuerdos. Así que puede que no fuese la butaca de tu izquierda, sino la de la derecha. Puede que tú no estuvieras y te confunda con otra persona. Puede, incluso, que quien no estuviese allí fuese precisamente yo.





Entrada de cine

Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.

Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.

Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.

Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.

Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.

Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

Cómo hemos cambiado

Como te iba diciendo, claro que he cambiado. No hay nada más cierto que el hecho de que todo cambia, de que todos cambiamos, de que lo cambiamos todo aunque solo sea para que las cosas sigan igual.

En eso consiste la esencia del tiempo, en darse por cambiado. Si bien es cierto que para quien todos los días se mira en el espejo, a veces sucede tan despacio el movimiento que pasa desapercibido.

No tuve nunca especial predilección por visitar mis lugares antiguos, pero alguna vez lo hice por necesidad o por ese punto curioso que a veces nos empuja a asomarnos al abismo. Recuerdo, por ejemplo, aquella escalera de mármol que de niño me parecía inmensa, altísima, como si llevara a un sitio más allá del mundo. Y aunque sea la misma que entonces, ahora la veo desde más arriba, con otro concepto de las proporciones, añadiendo el punto de vista de quien ha ojeado en una revista las fotos de la casa de alguna estrella de Hollywood. Y ya no parece la misma.

¿Han cambiado la escalera de mármol, el dragón de ojos saltones, los ángulos rectos y muertos o las puertas del servicio del bar? Probablemente no y todo permanezca exactamente como fue, pero la luz es otra tan distinta, el calor de los cuerpos ha variado su meteorología lentamente, el reloj ha hecho estragos en los azulejos. Y siempre podemos aferrarnos al desencanto de comprobar que después de tanto terremoto se ven muy pocos desconchones en la paredes del corazón. Aunque también podría ser que esa porción de coquetería que todos tenemos asignada por defecto no nos permita enseñarlos.

Como te iba diciendo, claro que he cambiado, claro que hemos cambiado, claro que ni siquiera nos hemos dado cuenta de la paja en nuestro ojo hasta que no hemos visto la viga en el ajeno. Porque todo cambia, y en eso consiste la esencia del tiempo, aunque cambie tan lentamente que el movimiento sea imperceptible si no cambian de número los calendarios. Una lentitud imprescindible por otra parte, para que podamos creer la mentira de que somos quienes somos, para que no nos muramos a chorros bajo los efectos del vértigo.

No sé si dentro de la crisálida, el gusano es consciente de que acabará mariposa. Ni sé si es conveniente que la mariposa recuerde para siempre que antes fue gusano y que se arrastraba por lugares en los que ahora ni siquiera dejaría caer una pizca del polvo de sus alas de colores. No sé si los mismos ojos leyendo el mismo texto pueden recomponer el mismo estupor. De hecho, y aun siendo informáticamente idénticos, ni siquiera yo sé si este será el mismo texto que pasados unos años tenuemente recuerde haber escrito.

Como te iba diciendo, claro que hemos cambiado y no es de extrañar que no tengamos conciencia clara de hacerlo. Al fin y al cabo, uno no es como es, sino una mezcla compleja en la que apenas se distingue lo que recordamos haber sido, la manera en que los demás nos dicen que somos y esa necesaria mentira sutil de creer que sólo somos lo mejor de nosotros mismos.

Como te iba diciendo, por supuesto que he cambiado yo y por supuesto que tú has cambiado. Pero aunque nos hayan expulsado de la primavera y las ciudades nos cambien de domicilio, por entre medias de esa multitud con agenda que se nos suele atravesar por la vida, a pesar del tiempo y de todos sus cambios irreversibles, no te quepa ninguna duda de que donde quiera que estés te reconoceré enseguida.

Y déjame decirte que posiblemente entonces, necesite yo que también tú me reconozcas.






Nunca estuve allí

Estuvo allí. Había andado toda la tarde con esa urgencia que impide contar los pasos que se van dando y, después de una breve visita al médico para que le diera palmaditas en la espalda, salió de la consulta sin saber hacia donde.

El expositor de la tienda le condujo al espejo y el espejo hacia las greñas. Se vio desaliñado, como un Fernando Rey enquijotado, quizás no tan loco ni tan enjuto, pero igual de solitario. A pocos pasos de allí estaba la barbería de siempre y se decidió a ir. Ya iba tocando devolverle a la vida la levedad con la que nos la rellena.

Todo estaba lo mismo que las tantas otras veces. Música lenta y somnolienta de Elvis, colorines en jaulas minúsculas y un aparato lleno de polvo con canto de pájaros que el barbero añadía a la banda sonora de su vida para enseñar a los jilgueritos que amaestraba. "Todo es una escuela", pensó mientras preguntaba por su turno.

"Enseguida, ahora viene mi hijo", respondió el hombre por debajo del bigote, amable siempre a pesar de su gesto serio. Un poco como él, como tantos, como todos, porque el contenido de las cosas no suele ajustarse bien al envase.

No transcurrió mucho, pues apenas le dio tiempo a pensar en otra cosa que en ella y en la llamada que estaba esperando, cuando le invitaron al asiento sacudiendo con energía el trapo que le iban a poner a modo de mandil. No hicieron falta palabras para que se sentara donde siempre se sentaba y se dejara hacer.

Luego, dos palabras y un asentimiento, "¿cómo siempre?", y se quedó mirándose a los ojos, sonriendo por dentro al darse cuenta de que la pregunta correcta era imposible, "¿cómo nunca?", recordando haber estado allí tantas veces, intentando no ver la película que le hacía retroceder el pelo en la frente mientras la blancura del cabello se iba apoderando de los recuerdos.

¡Qué ganas de fumar! La música le entornó los ojos y el cepillo redondo lleno de talco le despertó por la nuca. Una presión en los hombros le anunció que todo estaba visto para sentencia y se levantó del asiento dispuesto a pagar la faena.

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

El silencio

Entre palabra y palabra, entre nota y nota, siempre hay un silencio. Como te iba diciendo, el silencio es parte del mensaje. Es la parte del mensaje en donde se pone el latido que falta, el espacio que aguarda relleno, el humo que queda por henchir.

La melodía va cambiando y ejerce una especial atracción para los sentidos. Se agria o se endulza, melosamente se restriega sobre el pentagrama de las horas hasta llegar a la niebla.

El ritmo es más insistente, más constante, la invariable del deseo que pulsa cuatro veces cada piel en un sólo compás. Y la armonía es un sueño que, si bien no es silencio, al menos nunca hace ruido.

Pero el silencio es donde se planta la raíz del mensaje siguiente, por donde crece el tronco que queda por abrazar; el silencio es el preludio del porvenir que uno no termina de creer que viene. El silencio nunca está completamente vacío.

Entre beso y beso, entre mano y piel, entre parpadeos de ojos contrarios que se buscan y se esperan, siempre hay un silencio, un silencio lleno del aire que se necesita para insistir. Un silencio de lágrimas rotas o de risas escanciadas en aquellos labios nacidos del sueño. Un silencio como vómito atascado, como ansiedad contenida, como párrafo por el que comenzar el relato de otra vida.

Como te iba diciendo, el silencio es, sencillamente, el anuncio de las siguientes palabras que necesitamos proferir o la barrera que interponemos para no querer oirlas y dejar que se pierdan en el trayecto.

Cuando la piel se traspasa con un roce eléctrico, cuando la memoria rebota cansinamente sobre el mismo pensamiento, cuando el corazón gime goteras, el silencio es esa extraña frontera que nos une y nos separa. Y por eso es siempre un arma de doble filo, una puerta que nadie sabe si sigue entornada. Una ventana que cuando se abre, ya nadie puede cerrar para impedir que entre frío.

Quizá debería pedir perdón por todos mis silencios, por todos mis silencios pasados, presentes y venideros. Pero es que yo sólo construyo silencios para echarlos abajo después, a destiempo, más allá.

Tal vez deba pedir perdón por mis silencios, pero no por el estruendo que se produzca al romperlos. A quienes no les guste mi ruido, les basta con no cogerme el teléfono.





El silencio (II)

El silencio
es un niño que busca flores secas
en el centro de un jardín forastero.
El silencio
está dentro del jardín,
huele en las flores secas,
reverbera en la búsqueda
y abre ojos de niño en la penumbra.

Se bambolea
con un lapso de blanca
al final de cada respuesta tibia.
Pasa un ángel, se dice,
pero solo es el viento
que ocupa su sitio
en todas las conversaciones rotas.

El silencio está en llamas,
la senda al rojo vivo
que hay que cruzar descalzo,
el silencio es la verja
que separa palabras
que nunca nos dijimos.

El silencio es una cierta ventana
que una vez que se abre
ya nunca más se cierra.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

Odio ponerme romántico

Como te iba diciendo, odio ponerme romántico. Aborrezco volverme sensiblero, trasnochado, y acabar tomando el nombre de la Luna en vano. Me desapruebo cuando embadurno las cosas sencillas con metáforas estrambóticas y cuando sólo me salen palabras empalagosas de los labios.

Detesto descubrirme con la lágrima floja a punto de caramelo, suspirando por cosas que no tienen remedio. Reniego de mí mismo cuando, con la voz afectada y el gesto estreñido, me acerco despacio para susurrarte al oído todas esas palabras antiguas y huecas en las que nunca he creído.

Odio ponerme romántico, entrecortar las frases, trascender a destiempo y terminar hablando siempre de estrellas. Y relamer versos caídos de tu piel mientras observo en tus ojos que me miran del revés, como si de verdad me entendieras.

Porque, entonces, tengo la fea costumbre de hablarte de amor como un hecho consabido. Como si yo supiera lo que no sé, como si alguna vez lo hubiera vivido y pudiera jurar que siempre será cierto todo lo que ahora te digo.

Pero si es que yo no entiendo de eso, yo no sé clavar pupilas azules con mis ojos marrones. Ni puedo ver si titilan las luces del cielo, o si riela la luna sobre olas de plata, si no llevo puestas las gafas. Ni nunca coincidió mi gusto con el de Bécquer; que siempre me pareció que le faltaba ron y le sobraba melaza.

Y, sin embargo, ya ves, esta noche me gustaría saber hacer de todo eso. Entender de cosas sutiles, inventar palabras tiernas que me den sed y dejar que tus labios de miel me la quiten y me la vuelvan a dar otra vez.

Porque esta noche me empuja un no sé qué, una inquietud, un alboroto de mariposas, un agobio de sombras que secuestra los colores y no deja pasar la luz. Un qué sé yo que me inclina, doblando las manecillas, a recordar balcones y a extrañar golondrinas.

Me disgusta mucho ponerme romántico, no puedo soportarlo, lo odio profundamente. Pero, ya ves, algunas noches, de tanto en tanto, no consigo sustraerme a tu encanto, ni a tu ternura, ni a ese brillo enigmático que tiene en noches como ésta la Luna.








CÓMO NO SER ROMÁNTICO

Cómo no ser romántico y siglo XIX,
no me da pena,
cómo no ser Musset
viéndola esta tarde
tendida casi exangüe,
hablando desde lejos,
lejos de allá del fondo de ella misma,
de cosas leves, suaves, tristes.

Los shorts bien shorts
permiten ver sus detenidos muslos
casi poderosos,
pero su enferma blusa pulmonar
convaleciente
tanto como su cuello-fino-modigliani,
tanto como su piel-margarita-trigo-claro,
Margarita de nuevo (así preciso),
en la chaise longue ocasional tendida
ocasional junto al teléfono,
me devuelven un busto transparente
(nada, no más un poco de cansancio).

Es sábado en la calle, pero en vano.
Ay, cómo amarla de manera
que no se me quebrara
de tan espuma tan soneto y madrigal,
me voy no quiero verla,
de tan Musset y siglo XIX
cómo no ser romántico.

(Nicolás Guillén, La rueda dentada, 1972)

Lo que falta

Como te iba diciendo, cuando releo lo que escribo, noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras. Sin embargo, debe ser alguna clase de propensión, raramente me parece que sobren.

Será que siempre me quedo corto, que me da pudor no dejar nada a la imaginación, que me da más miedo un error verbalizado que ese silencio del que dice el adagio que uno es dueño. Será que escribir palabras es perderlas entregándolas a los demás para que hagan con ellas lo que les parezca; aunque lo que les parezca no tenga nada que ver con lo que quise decir.

El caso es que cada vez que releo, añado, como si no quisiera terminar nunca de escribir. Mis renglones siempre están en obras y, aún los más antiguos, ahora desescombrados de entre alguna carpeta del ordenador, continuan escribiéndose y desescribiéndose lentamente, sin prisa, sin pausa, sin fin.

Me gustaría escribir canciones en lugar de prosa. Por un lado, por lo interesante que resulta acompañar una melodía con palabras que se dicen en un tono armonioso y quedan, en muchas ocasiones para siempre, unidas a su música como si esa música ya fuese parte de las palabras o viceversa: porque yo nací en el mediterráneo y eso que llaman amor para vivir, porque es más fácil encontrar rosas en el mar y solo quiero verte bailar; y a los hijos del rock and roll, bienvenidos.

Pero no sé hacerlo, nunca he sabido. A lo más que me atrevo, bueno, ya lo estás oyendo, es a encasquetarles una música bajita, que no sé si les ayuda o les estorba, mientras las dejo correr sobre este papel eléctronico que es capaz de llegar tan lejos en las distancias y en los tiempos. Pero mis palabras nunca suenan a canción, ni mis poemas riman con ritmo... Ni siquiera suenan a canción las canciones de otros cuando las canto yo a voz en grito.

Pero más allá de darte una canción oh, oh, oh, oh, más allá de su belleza ah, ah, ah, ah, más allá de los trucos tan chulos oh, oh, oh, oh, que se pueden usar en ellas ah, ah, ah, ah, lo verdaderamente maravilloso so so, sería ah ah, ser capaz de escribir uh sha la la uh sha la la todo lo que quiero decir dubi dubi dubi dubi dubi gua a la primera, sin que me falte nada auuuuu, como si la vida se pudiera ensayar antes delante de un espejo oh yeah.

Porque me temo, y esto no te lo estaba diciendo sino que lo he descubierto hace poco, que todo lo que escribo se va transformando despacio, muy lentamente, en una larga colección de cosas que no te dije, de palabras que me faltaron, de mensajes que no te llegaron, y que, probablemente, ahora, ya no importan.

Y aunque tal vez ya no importan, como te iba diciendo, cuando releo lo que escribo, noto que me faltan sílabas, que me faltan palabras, que me faltan frases enteras y que, ahora, las ensayo delante del espejo.





Lo que ocurre

Ocurre que todo llega, que la vejez pide su turno, que el deterioro es un agua que se abre paso a través de cualquier resquicio, por más que se aprieten los dedos al cerrar los puños.

Ocurre que se pierde el color y la tersura, que ya no se luce delante del espejo, que el marrón es el color que más resiste los empujones del tiempo.

Ocurre que nada es para siempre, que todo lo que está vivo se estremece cuando el sol abrasa y el aire quema las puntas de todo lo que sobresale.

Ocurre que parece seca, que la rama ha perdido el donaire y que se tuerce en su viaje con Fibonacci hacia el pozo azul que anda arriba siempre, inmóvil, liso, inabarcable.

Ocurre que asalta la tentación más simple, que las tijeras se abren con el debate de si hay que cortar las ramas inolvidables, ocurre que no gusta verse en el paisaje seco de ninguna verja.

Pero como te iba diciendo, ocurre que nunca se sabe, que la química está enterrada pero no muerta, que el agua ejerce su magia con cuentagotas, que los pies sostienen una fe más profunda que el orgullo aquel y más ancha que el olvido este.

Ocurre que no se sabe nunca por dónde asomará un brote, una potencia resuelta en verde, una flor pretérita escondida en lo que hace tiempo que parece madera vieja.

Ocurre que todo se mezcla, que todo lo que consigue ser grande empezó siendo pequeño, que el mismo sol que quema lo de afuera, mantiene cálido lo de dentro, que el mismo viento que arranca hojas secas, mece suavemente las que empiezan a nacer.

Ocurre que no hay que darse por vencido en las cosas que uno nunca consigue explicarse, que no hay que dar por perdido lo que no se entiende, que no hay que desprenderse nunca de la esperanza exacta en tanto siga siendo del mismo verde que el azar.

Ocurre que cansa el roble de ser inteligente, que todo es nogal cuando no se esperan milagros, que a fuerza de pino no distinguimos el prodigio que a cada instante sucede a nuestro alrededor.

Ocurre que nacen entre lo seco, que reviven lo que parecía carne de incendio, que traen otros colores al mundo que ya empezaba a verse castaño, sobre todo mientras oscurece. Ocurre que contradicen todo lo que una vez se aceptó como verdad.

Ocurre que, por feas que se pongan las ramas y las cosas, por ásperas que se vuelvan las hojas que antes fueron rosadas, por tristes que se queden los paisajes cuando el horizonte nace muerto por la calima, nunca, no hay que dejar de regar las plantas nunca.

Ni hay que dejar de regar tampoco el corazón. Como te iba diciendo, por lo que ocurre, por lo que venga...






El adiós

Entró y se inclinó hasta besarla
porque de ella recibía la fuerza.

(La mujer lo miraba sin respuesta.)

Había un espejo humedecido
que imitaba la vida vagamente.
Se apretó la corbata,
el corazón,
sorbió un café desvanecido y turbio,
explicó sus proyectos
para hoy,
sus sueños para ayer y sus deseos
para nunca jamás.

(Ella lo contemplaba silenciosa.)

Habló de nuevo. Recordó la lucha
de tantos días y el amor
pasado. La vida es algo inesperado,
dijo. (Más frágiles que nunca las palabras.
Al fin calló con el silencio de ella,
se acercó hasta sus labios
y lloró simplemente sobre aquellos
labios ya para siempre sin respuesta.

(José Ángel Valente, A modo de esperanza, 1955)

El dilema de las patatas fritas

Tal vez oído en la mesa de al lado de un bar o discutido contra una madre dietista de las que todos tenemos; quizá escuchado como angustia en confesiones diminutas o en discusiones superficiales mientras el camino del colesterol hace de escenario, como te iba diciendo, tengo que reconocer que me tiene obsesionado el dilema de las patatas fritas.

No hago más que darle vueltas al tubérculo en el coco -que, por cierto, tiene que ser una combinación culinaria interesante- y no consigo encontrar el punto intermedio, ese en el que hay quienes dicen que está la virtud o la solución.

Porque me gustan a rabiar las patatas fritas: a lo pobre -el anacrónico título con el que mis padres me las presentaron hace ya medio siglo-, con su punto crujiente y sus pimientos y sus huevos fritos, pomposamente llamados ahora "rotos". Y, armado con una barra de pan, entrar a la suave batalla de mover el bigote y evitar manchas.

Pero claro, como nada es gratis en este mundo, resulta que engordan, que engordan muchísimo, tanto que, los delgados que saben de esto, ponen el grito en el cielo y nos aconsejan vehementemente un "vade retro" a todo satanás que venga disfrazado de fritanga.

Entonces debería ser fácil. Todos están de acuerdo en lo que nos conviene... adiós a las patatas fritas. Porque si no, habrá que despedirse de la cintura, que parece ser lo opuesto, y volver a preocuparse por analíticas diversas, deterioros imparables y pastillas contra la baja autoestima.

Abstenerse de lo que nos gusta y sufrir por el deseo, o disfrutar primero y sufrir los daños colaterales más adelante, en el consultorio, a la hora del sexo, delante del espejo. Sufrir por haber disfrutado o disfrutar ignorando lo que sabemos que se sufrirá.

De la decepción del espejo, desde el terror al momento playa, a la tristeza de la piña y su alegría de dos tallas menos; del orgasmo que después pasa factura, a la abstinencia que dispara la ansiedad; del aroma aquel con el que la felicidad nos abrazaba durante un ratito, al silencio largo de los meses sin que la piel se nos erice.

De consumir como sentido de la vida, a consumirse buscándolo con ceniza en los labios. De la mentira cotidiana del plato bien presentado, a la gran verdad universal de la báscula: en ese trayecto, recorriéndolo alocadamente desde una punta a la otra y viceversa, van transcurriendo mis meses, mis años, mis décadas.

Yo no creo en los puntos medios, porque el control es la más perversa de las medicinas y el más cruel de los venenos. Porque el control me ha hecho tan impropio como soy, porque ya salí del invernadero y de su temperatura suave, porque dos por dos dejan de ser cuatro si transcurre el tiempo suficiente... nunca consigo resolver correctamente mi dilema de las patatas fritas.

Pero se acerca la hora de la cena, como todas las noches. Y como todas las noches, sé lo que quiero exactamente, como exactamente sé lo que me conviene. Como sé, exactamente, que sólo coinciden muy, pero que muy inexactamente... O nunca.

Y como todas las noches, con coherencia o sin ella, sólo o con leche, triste o alegre, toca elegir quién, cómo, dónde, cuándo... e incluso, mirar fijamente al teléfono y volver a preguntarse por qué.





Coreografía

Para mí amigo Carlos Cortés

En fin
que no he vivido nada.
No sé qué cosa es una guerra
y tengo como prisión al cuerpo
y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda
de reflexionar o fluir;
esto es situarse en el palco de los espectadores,
o estar
en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,
pero aspiro a la totalidad,
es decir a Mozart y al poema que me redima
y me revele los espacios absolutos
y la nada.

Percibo de mí
los sitios más secretos:
la culpa,
una tercera conciencia de las cosas,
la dualidad del pensamiento,
la ira pequeña
por lo que ya ocurrió.
Pero he vivido poco. Treinta años.
Dos amores de piel
y un querer abandonar
esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,
el más tierno desorden del amor,
la cábala
los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,
encontrarme con Dios
y los abismos
y no tener conciencia de la llama.
Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,
de conversaciones que nunca concluyeron,
de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,
de abandonados armarios de caoba que fueron
de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.
No conozco la guerra. Y tampoco la paz.
Me duele la orfandad,
el desarraigo,
el sentirme extranjera en cualquier sitio,
el no pertenecer
a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;
ni hablar del hambre y de la peste,
ni escribir la canción de algún soldado herido,
ni hablar de mujer violada,
ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema
que la vida me conmueve,
que respiro mejor cuando me entrego,
que necesito amar de la manera más simple y primitiva.
Me gusta la paz y la defiendo
y la guerra cuando es justa,
y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,
que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,
y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,
aunque no haya vivido,
aunque mi hambre sea de infinito,
aunque no sepa expresar
que por alguna razón precisa estoy aquí,
a punto de vencer,
a punto de morir,
de vivir.

(Mía Gallegos)

Tanto tiempo

Como te iba diciendo, nada brilla más que el pasado. Un pasado que va creciendo de tal manera que empieza a hacer, ya, ¡tanto tiempo de todo!

Fíjate que lo que brilla es siempre pasado, estrellas en la noche, luz antigua, lunas reverberando sol pretérito, recuerdos transformados en ausencias tal vez maquilladas con un esplendor del que entonces no supimos que nos dejaría profunda huella.

Me resisto al torbellino de la memoria -aunque hace tanto tiempo de cada todo- cerrando los ojos y viajando a aquel tiempo que ahora parece dorado lugar de rosas sin espinas. Parecía entonces tan pardo, tan gris, con tanto humo como el que ahora discurre por entre los dedos que teclean vaguedades a horas que no son su costumbre.

Entonces eran otros los brillos que titilaban las noches de un insomnio que, si bien era mejor amigo, rozaba con más aspereza las sábanas. Nada hacía presagiar el destello, la llamarada, no se deslumbraban inquietas las manecillas por el impulso de ese relámpago que ahora parece indudable.

Hace ya tanto tiempo de todo -de las flores, del mar, de la lluvia-, pero yo me resisto al torbellino creyendo que, luego, más allá de un nuevo tanto tiempo de todo, brillará lo que ahora navega por el fondo, entre las nieblas, sin ruido ni gravedad. ¡Hará entonces, también, tanto tiempo de todo!

Y sin embargo, aún no habremos aprendido a masticar tan despacio la alegría que duré más que el desencanto. Ni a entender que serán mentira todas las verdades que, con el corazón envalentonado, escribimos en un poema urgente o en aquella piel que tocábamos con la torpeza de quien desenvuelve un regalo inesperado y cuyo tacto, aún ahora, nos sumergía en el estupor.

Ni habremos aprendido a rozarnos por debajo de la mesa del bar donde -hace ya tanto tiempo de todo- me temblaba el nudo de la voz mientras brillaban en mí tus ojos.

Nada brilla más que el pasado pero, como te iba diciendo, sería mejor que nos empeñáramos en hacer brillar ahora lo que nos pasa. Que luego, cuando sea pasado y haga tanto tiempo de todo, ya brillará entonces solo, sin nosotros, sin ayuda.





Posees el gozo de su risa
pero debes saber que partirá.
Te inunda su alegría
te ilumina su rotunda carcajada
con una luz muy dulce,
pero no ignores que se irá.
Ella fluye,
ella es un líquido que detesta estancarse
ella es un pájaro que anida y emigra,
ella se irá.
Ella se irá y te dejará una marca de amor
que solamente curarás con su regreso efímero.
Entonces la verás de paso
y será como tropezar con el sol de la mañana
descubrir de nuevo su alegría,
nadar en ella
plácido
hasta un próximo encuentro inesperado.

(Darío Jaramillo Agudelo, Libros de poemas, 2001)

Por venir

Como te iba diciendo, lo mejor está por venir, aunque no llegue ahora, ya, todavía.

La vida solo nos da aquello que puede quitarnos y, para poder ir dejándonos desnudos como vinimos, primero tiene que vestirnos despacio.

Recuerda que hace diez años cualquiera no podíamos ni tan siquiera imaginar todo lo que nos ha ido pasando: ese vértigo de encuentros y desencuentros que forman la sustancia de una vida, esa retahila de presencias y ausencias que cambian el mundo y nos transforman el corazón con nuevos nombres, esa alternancia de lágrimas encogidas y de risas a pecho descubierto que, si las viesemos desde los ojos de otro, darían pie a decir que estuvimos locos.

Lo mejor está por venir. Que no sepamos cuando, que no imaginemos qué, que seamos incapaces de explicar cómo, no quiere decir que no venga, que no haya venido, que no esté aquí al lado deseando que nos miremos con ojos de extraño que nos digan, curiosos y abiertos de par en par, la maravilla en la que vivimos.

Porque ocurre con cierta frecuencia que lo bueno que está por venir sólo sabemos reconocerlo cuando se ha ido y ya está lejos, que es a donde miramos cuando no miramos lo que tenemos alrededor.

Quizá hay mucha metáfora en este espejismo y aunque diez años no es nada, quizás sean muchos para encontrar consuelo cuando a uno le arde la tristeza y no encuentra esperanza con la que apagar el fuego. Quizás sea más sencillo recordar que nadie se baña en la misma playa dos veces, pero que, para asombro propio y de conocidos y familiares, puede que sí te hayas bañado una vez.

Lo mejor que está por llegar no está escrito en las líneas de ninguna mano, sino que será nuestra mano la que lo escriba. Lo mejor que está por llegar no saldrá en anuncios de la televisión, ni tendrá rojo su número de día en el calendario, ni facebook nos lo colgará en un muro. Lo mejor que está por llegar, no sabemos imaginarlo: y esa ignorancia es uno de los mejores regalos que tiene la vida.

Como te iba diciendo, lo mejor siempre está por venir, aunque no llegue ahora, ya, todavía. Aunque no sea eso que creemos que esperamos, aunque no sea eso que creemos que nos falta por rellenar.

Como te iba diciendo, lo mejor está por venir, no tengas duda. Del mismo modo que sé que no tienes ninguna duda de que lo mejor que está por venir, tarde o temprano, también lo perderemos.





Destiempo

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.
Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.
Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.

(Enrique Lihn)

Que no

Como te iba diciendo, cada quién es cada quién, sobre todo, cuando le dicen que no.

¿Qué hace la gente cuando le dicen que no?

Unos deshacen maletas, quitan la mano de pierna ajena, dan un paso atrás. Hacen como que no les importa, se quedan cariacontecidos, se hunden, se culpan, se maltratan. Se sienten zumbar las orejas, se tocan la nariz y miran a la distancia, como si allí hubiera un punto en donde confluye toda frustración. Algunos lloran a lágrima viva o, lo que es aún peor, ríen en seco.

Otros gritan, insisten, se exasperan. Intentan imponerse, piden explicaciones, se les ensanchan las aletas de la nariz y sueltan retahílas aprendidas de insultos e imprecaciones. Levantan la mano o la soberbia, dan pasos pesados por la habitación, se ponen a la defensiva.

Hay quienes hacen lo uno deseando hacer lo otro, quienes quieren deshacer la pregunta que hicieron para evitarse el sufrimiento. Los hay que cambian el billete, los que huyen hacia ningún lado, los que cierran el pico y sufren en silencio.

Cuando a mí me dicen que no, que es continuamente, lo cambio por un "quizás" y espero un tiempo antes de volver a repetir la pregunta. Para seguir escuchando el eco del no, al principio con dolor de tímpanos, pero después, el oído se me acostumbra, la memoria olvida el silencio y vuelvo a preguntar con el mismo miedo con el que pregunté la primera vez.

Porque hay quienes se dicen "tú te lo pierdes". Pero yo soy muy consciente de que quien se lo pierde soy yo.

Cuando te dicen que no, ese que sale o que se queda, energúmeno o alfeñique, cabezón o perdedor, ese que te sale por la voz y por la rabia, ese, precisamente ese, no te engañes, ese también eres tú. Quizá el más tú de todos los tus que se puede llegar a ser.

Dime otra vez que no, que no, que no... Dime otra vez que no nos perderemos.






Intento demostrar que existo

Hago y deshago, escribo, pienso, dudo.
Estimo la posibilidad de algún antídoto
contra la soledad infinita de estar encerrado
en una piel que nadie toca,
compendio la necesidad de una cura
contra la nausea de colgar en el vacío.

Recorro una larga lista de pensamientos,
los noto surgir por dentro, hacerme cosquillas
en la punta de la lengua, los oigo
engarzarse en palabras, en sonidos
que quedan a merced del viento.

Qué importa lo que digo, no importa,
yo solo intento demostrar que existo
y en ese pesado devaneo de razonamientos
pasan de largo todos los ojos del mundo,
se entrecruzan las señales del camino
y los semáforos se quedan intermitentes.

No importa lo que digo, ni lo que dudo,
porque después de un instante de discurso
enardecido, sangrando palabras
por la misma boca que se muere
de versos, escucho
al otro lado de la escafandra de este buzo
que alguien me dice con una sonrisa:
-¡Bah, tonterías!

Y entonces sé que existo.

Tal vez un día, puede que alguien
intente demostrar que escribo.


La calidad del veneno

Como te iba diciendo, prescindir es un verbo venenoso. Que, además, viene en un frasco que no tiene fondo ni tiene tapón.

Se filtra lentamente desde el filo, nos impregna con su vieja artimaña de virtud hasta que rezumamos su miasma por todos los poros.

Lo anuncian en la tele, con mozas esbeltas y chicos de calendario que parecen pasarlo muy bien sin humo, sin alcohol, sin azúcar o sin grasa. Y nos parece bien y queremos parecernos a ellos y queremos parecernos a los actores y a las actrices de las películas románticas que prescinden de todo para no prescindir del amor de su vida, como si elegir uno no fuese, en el fondo, renunciar a los otros noventa y nueve.

Y luego llegan el estrés y el miedo. Y si con uno prescindimos de horas de sueño, con el otro renunciamos a los sueños mismos, y los dejamos de perseguir.

Por no renunciar a ser libres, nos compramos el móvil más moderno o la última moda de nuestra talla treinta y ocho o escondemos nuestra inclinación política o dejamos de contar chistes de gordos.

Y se prescinde de los migrantes para proteger el paro, se prescinde de políticas sociales para proteger a los bancos, se prescinde de empleados para poder darle oportunidad a otros que cobren menos. Y se prescinde de los jóvenes más preparados para que otros paises prosperen.

Pero ya estamos envenenados hasta la médula. Tan envenenados que casi nos parece sano prescindir del alcohol, del tabaco, de la carne, del amor, del porno, del sexo solitario, de los hidratos de carbono y del champú con parabenos. Tan envenenados que dudamos si prescindir de nosotros mismos y ser como los demás quieren que seamos.

Aunque, a estas alturas del suicidio, ya sé que nadie se salva.

Nadie se salva y, por eso, he decidido, a partir de ahora, preocuparme tan solo de la calidad del veneno y dejar de prescindir de ti.







No bastan

Como te iba diciendo, no bastan las palabras. Y fíjate que te lo digo contradiciéndome con palabras, en este endeble espacio que solo puede contener palabras y que sólo puede conservarlas lejanas.

Me he acordado de que siempre dices que la gente no cambia, que el carácter permanece a través de los años, al ver que ella, un poco confusa, miraba fotos antiguas.

Somos quienes dicen que somos. Sin saber bien por qué, damos un extra de crédito a lo que los demás nos cuentan de alguien, y superponemos ese crédito del contador sobre el del afectado. Incluso, por encima del nuestro. Así, dependemos de quienes tenemos al lado.

Puedes ser gordo o sensible, según sea el color del cristal con que te miran los que te rodean. Obsesiva o alegre, inteligente o feo, buen anfitrión o maniático, todo depende siempre de cómo te ven los demás. La fama nos precede, llega mucho antes que el corazón. Pertenecemos al imaginario colectivo con más fuerza que a los sueños de alguien en particular.

La película que alguien querido te recomienda te parece buena, ya vas predispuesto. Hay un algo de anticipación, otro algo de afecto, sobre la historia que sucede en la pantalla. Quizás te reconoces en el lado contrario y eso ya es suficiente mérito para el arte.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Eso que hace que nos amemos, se irá diluyendo entre los capítulos de la novela en la que estamos de prestado. Y aquello por lo que nos odiaremos, ya lo hemos conocido. No hay sorpresas que esperar, excepto la de cuando pesará más el otro lado de la balanza.

Si miramos el final, no vale la pena empezar nada. Aunque, si no se tiene nada empezado, la vida nos pasa por encima.

Quedan estas palabras. Confio en que nunca sobren. Pero sé que no bastan.






Llorar mientras te deslumbras

Como te iba diciendo, lo que nos conmueve es insospechado, nadie puede elegirlo, del mismo modo que nadie decide de quién se enamora.

Uno mira sin ver, a través de los cristales de sus gafas, en todas direcciones, como si la vida transcurriese en una playa y perder la vista hacia quienes no están a tu lado fuese el acto ritual de la existencia.

Uno mira sin ver, acepta sin creer, siente sin temblar, hasta que, de repente, siempre de repente, algo nos llama la atención. Pueden ser unos ojos concentrados en un móvil por una cuestión de bicicletas, que dejan de ser huidizos y nos pemiten, entre luces azuladas, descubrir un rostro sereno al que mirar serenamente y encontrar en él un paisaje en el que apetece perderse.

O una mano que recoje a otra sobre un fondo negro de estrellas que, minutos atrás se convertían en nieve sobre la decepción de otro paisaje, esta vez dibujado y sin palabras.

Aquello que nos conmueve verdaderamente, siempre es mínimo. Leer "suicidio" en los últimos párrafos de la biografía de Stefan Zweig, o entender, por entre los diálogos destacados en un artículo sobre una película de amor y casualidad, que el espacio para la trascendencia sólo existe compartido.

Tal vez dos hombres, dándose la mano sobre un universo negro lleno de estrellas, no tengan el halo místico, o romántico, según gustos, que permita que se erice la piel del pensamiento y se nos quede otra cruz marcada en el viejo plano del tesoro que escondemos.

Sin embargo, enciende una chispa que arranca no sé qué endiablado engranaje que empuja al sofá sobre las teclas y precipita la imagen de una noche cayendo suavemente sobre el horizonte de un chiringuito al borde del mar; mientras pides que te lean en voz alta, mientras te piden que les leas en voz baja, mientras llega el dilema de la película a su estreno inminente.

Siempre es insospechado. Así que, cuando uno pensaba que la luna llena sólo era un adorno vacío de la noche y que la importancia estribaba en las palabras... Espera... Tal vez no sea tan insospechado lo que nos conmueve.

Tal vez, piensas, si es que tener la tele enmudecida como paisaje lejano permite pensar, que no, que no es tan imprevisto ni tan repentino, que aquello que nos conmueve ya se veía venir desde lejos y que no hay camino que no conduzca a Roma por mucho que se enrevese.

Es posible que aquello que nos conmueve no sea tan mínimo, que no suceda de repente y que se deje sospechar tranquilamente. Es posible que aquello que nos conmueve esté escrito en una lista, en un calendario lunar o en una búsqueda de google.

Es perfectamente posible que, aquello que nos conmueve, aquello que verdaderamente nos conmueve hasta el fondo, nos retumbe por dentro y se nos salga por los sueños y estemos previamente visados de su importancia y de su intensidad. Y es posible que no permitamos que nos lo parezca por si el ridículo acecha, y es posible que no seamos capaces de contarlo ni de dar pistas.

Porque es completamente imposible escribir mientras te estremeces, es imposible hablar mientras tiemblas, es imposible llorar mientras te deslumbras...




Lo que me conmueve se puede ver, algunas veces... Quince minutos sin palabras...