Cómo hemos cambiado

Como te iba diciendo, claro que he cambiado. No hay nada más cierto que el hecho de que todo cambia, de que todos cambiamos, de que lo cambiamos todo aunque solo sea para que las cosas sigan igual.

En eso consiste la esencia del tiempo, en darse por cambiado. Si bien es cierto que para quien todos los días se mira en el espejo, a veces sucede tan despacio el movimiento que pasa desapercibido.

No tuve nunca especial predilección por visitar mis lugares antiguos, pero alguna vez lo hice por necesidad o por ese punto curioso que a veces nos empuja a asomarnos al abismo. Recuerdo, por ejemplo, aquella escalera de mármol que de niño me parecía inmensa, altísima, como si llevara a un sitio más allá del mundo. Y aunque sea la misma que entonces, ahora la veo desde más arriba, con otro concepto de las proporciones, añadiendo el punto de vista de quien ha ojeado en una revista las fotos de la casa de alguna estrella de Hollywood. Y ya no parece la misma.

¿Han cambiado la escalera de mármol, el dragón de ojos saltones, los ángulos rectos y muertos o las puertas del servicio del bar? Probablemente no y todo permanezca exactamente como fue, pero la luz es otra tan distinta, el calor de los cuerpos ha variado su meteorología lentamente, el reloj ha hecho estragos en los azulejos. Y siempre podemos aferrarnos al desencanto de comprobar que después de tanto terremoto se ven muy pocos desconchones en la paredes del corazón. Aunque también podría ser que esa porción de coquetería que todos tenemos asignada por defecto no nos permita enseñarlos.

Como te iba diciendo, claro que he cambiado, claro que hemos cambiado, claro que ni siquiera nos hemos dado cuenta de la paja en nuestro ojo hasta que no hemos visto la viga en el ajeno. Porque todo cambia, y en eso consiste la esencia del tiempo, aunque cambie tan lentamente que el movimiento sea imperceptible si no cambian de número los calendarios. Una lentitud imprescindible por otra parte, para que podamos creer la mentira de que somos quienes somos, para que no nos muramos a chorros bajo los efectos del vértigo.

No sé si dentro de la crisálida, el gusano es consciente de que acabará mariposa. Ni sé si es conveniente que la mariposa recuerde para siempre que antes fue gusano y que se arrastraba por lugares en los que ahora ni siquiera dejaría caer una pizca del polvo de sus alas de colores. No sé si los mismos ojos leyendo el mismo texto pueden recomponer el mismo estupor. De hecho, y aun siendo informáticamente idénticos, ni siquiera yo sé si este será el mismo texto que pasados unos años tenuemente recuerde haber escrito.

Como te iba diciendo, claro que hemos cambiado y no es de extrañar que no tengamos conciencia clara de hacerlo. Al fin y al cabo, uno no es como es, sino una mezcla compleja en la que apenas se distingue lo que recordamos haber sido, la manera en que los demás nos dicen que somos y esa necesaria mentira sutil de creer que sólo somos lo mejor de nosotros mismos.

Como te iba diciendo, por supuesto que he cambiado yo y por supuesto que tú has cambiado. Pero aunque nos hayan expulsado de la primavera y las ciudades nos cambien de domicilio, por entre medias de esa multitud con agenda que se nos suele atravesar por la vida, a pesar del tiempo y de todos sus cambios irreversibles, no te quepa ninguna duda de que donde quiera que estés te reconoceré enseguida.

Y déjame decirte que posiblemente entonces, necesite yo que también tú me reconozcas.






Nunca estuve allí

Estuvo allí. Había andado toda la tarde con esa urgencia que impide contar los pasos que se van dando y, después de una breve visita al médico para que le diera palmaditas en la espalda, salió de la consulta sin saber hacia donde.

El expositor de la tienda le condujo al espejo y el espejo hacia las greñas. Se vio desaliñado, como un Fernando Rey enquijotado, quizás no tan loco ni tan enjuto, pero igual de solitario. A pocos pasos de allí estaba la barbería de siempre y se decidió a ir. Ya iba tocando devolverle a la vida la levedad con la que nos la rellena.

Todo estaba lo mismo que las tantas otras veces. Música lenta y somnolienta de Elvis, colorines en jaulas minúsculas y un aparato lleno de polvo con canto de pájaros que el barbero añadía a la banda sonora de su vida para enseñar a los jilgueritos que amaestraba. "Todo es una escuela", pensó mientras preguntaba por su turno.

"Enseguida, ahora viene mi hijo", respondió el hombre por debajo del bigote, amable siempre a pesar de su gesto serio. Un poco como él, como tantos, como todos, porque el contenido de las cosas no suele ajustarse bien al envase.

No transcurrió mucho, pues apenas le dio tiempo a pensar en otra cosa que en ella y en la llamada que estaba esperando, cuando le invitaron al asiento sacudiendo con energía el trapo que le iban a poner a modo de mandil. No hicieron falta palabras para que se sentara donde siempre se sentaba y se dejara hacer.

Luego, dos palabras y un asentimiento, "¿cómo siempre?", y se quedó mirándose a los ojos, sonriendo por dentro al darse cuenta de que la pregunta correcta era imposible, "¿cómo nunca?", recordando haber estado allí tantas veces, intentando no ver la película que le hacía retroceder el pelo en la frente mientras la blancura del cabello se iba apoderando de los recuerdos.

¡Qué ganas de fumar! La música le entornó los ojos y el cepillo redondo lleno de talco le despertó por la nuca. Una presión en los hombros le anunció que todo estaba visto para sentencia y se levantó del asiento dispuesto a pagar la faena.

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario