Elegantes maneras de decir que no

Como te iba diciendo, según como fluya la vida, iremos desgranando todas las margaritas que tenemos en las manos. Según como fluya, entenderemos la paridad de muchas y contribuiremos inexorablemente al deterioro de las otras.

Quizá toquemos alguna vez un sueño, justo antes de que nos explote en las manos. Según fluya la vida, lloverá tímidamente en las primaveras o vendrán gotas frías en otoño.

Los misterios se acabarán resolviendo a destiempo, las dudas se cambiarán por otras nuevas con más prestaciones de fábrica, los secretos se convertirán en historia que contar delante de una cerveza. Según como fluya la vida, tomaremos café para alargar un poco más las escasas visitas o nos despediremos con un beso rápido y discreto que evite que alguien nos vea suspirar.

Se aclarará una parte del paisaje y se oscurecerá el otro hemisferio. Se doblarán todos los mapas por las líneas confusas que no llevan a ningún tesoro; elegiremos entre tomar u ofrecer veneno, cambiaremos de talla y de certezas, seguiremos escogiendo extraños modos de no parecer ridículos.

Según como fluya la vida, el azar nos tomará de la mano o del cuello. Resistiremos o nos dejaremos caer, y vendrán días pretéritos para alegrarnos los ojos o para humedecerlos. Haremos planes que se cumplirán con su puntito de imprecisión necesario o tendremos que cambiarlos a última hora por avisos naranjas.

Según fluya la vida iremos viendo si el dichoso porvenir es tan amable de presentarse a las citas o nos sigue dejando plantados; según fluya la vida, empezaremos a entender que no eran sino éstos los días venideros que esperábamos ansiosamente devenir.

Le dije que no podíamos dejar tantos meses hasta el siguiente encuentro, que tendríamos que vernos antes. Parpadeó levemente. Durante una respiración dirigió la vista hacia el infinito ese en el que hallamos todas las respuestas difíciles y, cuando la encontró, le dibujó a la tarde una sonrisa amable:

-Claro... según -hizo una imperceptible pausa- como fluya la vida.

Así pues, sin más dilación ni más literatura, dejemos que fluyan suavemente la vida y sus elegantes maneras de decir que no. Dejemos que rezume el azar sus trampas y sus obsequios, que el tiempo mane sus terribles o maravillosas estafas. Dejemos que circule el mundo en el que nos ha tocado sentirnos vivos, dejemos que las palabras y los silencios se vayan derramando sobre esta inmensa partitura que nunca parece estar derecha.

Dejemos que fluya la vida como fluyen las películas que jamás hemos visto, como fluyen las palabras nos quedan por decir, como fluye el mar jugando con la arena que nunca pisaremos.





Si te revuelca la ola...

A Sandra Suter
que se quedó nadando

Si te revuelca la ola
procura que sea joven,
esbelta, ardiente,

te dejará molido el cuerpo
y el corazón más grande;

cuídate de las olas
retóricas y vejas,
de las olas con prisa,

y la peor de todas,
de la ola asesina,

la ola que regresa.

(Fabio Morábito)

Ciento sesenta minutos

Como te iba diciendo, me quedan ciento sesenta minutos.

¡Qué extraño saberlo! La maquina te lo dice con una precisión imperturbable. Y una vez que se sabe, es imposible que no salte una alarma, es imposible no empezar una cuenta atrás meticulosa que a ratos se confunde con una cuenta hacia delante imaginaria.

Porque tengo el síndrome de las croquetas, no puedo evitar hacer conjeturas con los repartos. De tres en tres minutos, a razón de veinte al mes, me quedan tres meses o hasta fin de año, lo que suceda antes, para retomar los hilos que aún ni siquiera sé si quedarán pendientes.

Lo primero que he pensado es en los finales. Yo sé, y tú también sabes, que nada dura para siempre, es un conocimiento que, pasados unos años de vida se va incorporando a nuestra manera de ver el mundo hasta que se convierte en certeza. Pero tener acotada la fecha última produce una sensación aún más terrible de indefensión, porque no nos permite eludir la pregunta más importante: ¿para qué?

Y en esas estaba cuando, de repente me he sorprendido pensando en lo corto, en la escasez, en lo poco que me parece la cifra. Da la sensación al pronunciarla de que esconde un truco perverso, que no puede quedar el porvenir tan cercano, que por muy rápido que escriba, voy a dejar muchas cosas sin imaginar, muchos yos sin poder ser inventados, muchas palabras sin decir.

Más tarde, no sé, derroteros impredecibles de la mente, he pensado en lo contrario. Tanto tiempo y yo tan callado, tan pesado, tan concentrado en arrastrar una carga de tan poco valor... Ciento sesenta minutos son muchos para que alguien los reciba a bocajarro, para que cualquiera se canse de tantos pensamientos arbitrarios que ir contando, para que la persona más paciente del mundo pierda su epíteto y quiera silencio para dormir tranquilamente.

En este momento, ya más tranquilo, he decidido hacer lo que siempre hago, lo que me pide el cuerpo: huir hacia ahora. Y pensar en este poema, en esta película, en esta playa, en este párrafo, en esta palabra, que no es exactamente la que quería decir pero es que no se me ocurre otra mejor.

Meter el reloj en un cajón, abrir una cerveza y seguir inventando mentiras que me hagan olvidar, me temo que sin éxito, los ciento cincuenta y siete minutos que me quedan.





CERO

Mi saldo disminuye cada día
qué digo cada día
cada minuto cada
bocanada de aire

muevo mis dedos como si pudieran
atrapar o atraparme
pero mi saldo disminuye
muevo mis ojos como si pudieran
entender o entenderme
pero mi saldo disminuye
muevo mis pies cual si pudieran
acarrear o acarrearme
pero mi saldo disminuye

mi saldo disminuye cada día
qué digo cada día
cada minuto cada
bocanada de aire

y todo porque ese
compinche de la muerte
el cero
está esperando

(Mario Benedetti)

Respirar

Como te iba diciendo, que no se nos olvide respirar.

"Si he llegado a los cincuenta y dos", decía el monologuista satirizando enseñanzas sobre la respiración, "no lo habré hecho tan mal". Y yo me reí profundamente, como cuando se está convencido de tener razón o de saber el camino de vuelta a casa.

Pero luego pienso que están los viajes a América, los paseos en barca por el Nilo, la fiesta de la cerveza alemana, y ya no sé si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero jadeando más fuerte entre tus manos, con tu palabra vida acampando en mi concepto de noche, con un puñado más de arrugas tuyas marcadas en mi cara.

Quizás aún esté a tiempo y pueda encontrar el mecanismo para aprender a respirar de otro modo, como si hubiera esperandome una tirolina de mi talla, como si una hora perfectamente escrita en un poema pudiera devolverme la tinta perdida, como si una lágrima imposible pudiera reconvertirse en gota de sudor.

Según parece, aprender a respirar no es difícil. Se trata de acoger con el diafragma los días venideros lentamente, mientras se relajan los hombros y se mantiene la boca cerrada para que nos dé en la nariz el pálpito de los acontecimientos, y poder filtrar los problemas adecuadamente y templar el gas para que pierda su temperatura de soledad.

Hay que guardar nervios, alegría, miedo, en el abdomen -también, por supuesto, las mariposas-. Irlo llenando despacio para luego extender el pecho contra la rutina de respirar de prisa y masticar a medias las palabras.

Aguantar así unos segundos la, llamémosle realidad, y proceder después a expulsarla poco a poco, apretando no los dientes, sino la barriga, para que no se quede en los pulmones y nos oxide el corazón, sino que vuelva al sitio de donde ha venido.

Y, aunque no lo dicen los manuales, supongo que toca vivir sin aire el instante anterior a la siguiente inspiración correcta. Sencillo, todo muy sencillo y, si se entrena con constancia, acaba haciéndose sin pensar.

Pero es sólo que algunas veces corro, me desvelo, me palpita el corazón a medianoche o me atraganto con recuerdos. Pero es que algunas veces la nariz se deprime, la garganta se irrita, el pecho se envalentona y el vientre se acobarda. Pero es que, algunas veces, hay que tragar saliva antes que aire o cantar frente a la oscuridad para ahuyentar el miedo.

He buscado por todas partes, porque me parece muy extraño que, en una buena respiración, no quepa un beso; pero ninguna disciplina se pronuncia al respecto. Tampoco se mencionan las verdades cuánticas del sexo -esas que son y no son al mismo tiempo-, ni la gama de olores a la que estamos adscritos por cuestiones de nacimiento.

Aunque parece claro, parece muy claro después de estudiar todas las técnicas de mejora personal, budismo, reiki, yoga... que lo que nos impide respirar bien, lo que estropea el mecanismo de la respiración perfecta, son las palabras.

Las palabras son las que nos matan, lentamente; también las escritas, pues, si es difícil aprobar la asignatura de la respiración diciendo te quieros frente a un teléfono helado, escribirlo con pulso firme en una sábana es ponerlo a los pies de la memoria y de sus caballos blancos.

Las palabras nos matan, lentamente, porque no nos dejan respirar adecuadamente. Las palabras que decimos, claro; pero, sobre todo, las palabras que nos dicen son las que más nos agitan el ir y venir de aire.

Y sigo sin saber si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero arrugándome más fuerte entre tus manos, con tu palabra noche acechando mi concepto de vida, con un puñado más de jadeos tuyos en mi cara.

Por si acaso, y comote iba diciendo, que no se nos olvide respirar.





AHORA

Me has enseñado a respirar
Juan Gelman

Porque ahora paso mi mano sobe el envés de las hojas y sé leer su alfabeto
y si cierro los ojos oigo correr un río y es tu voz que despierta

porque mi cuerpo comienza ahora en ti y acaba más allá de la lluvia
donde alcanzan tus brazos y el miedo acuartelado no vigila

y sé llamar las cosas
de modo que éstas salten se desnuden
y todo sea reciente
para mis ojos que aman en tus ojos

porque en mi llanto crecen blandas plantas carnívoras
y mi sangre palpita como una iguana abierta

porque ahora mi cuerpo recupera sus partes
y nace una piel nueva que derrota el verano

porque me has enseñado a respirar.

(Piedad Bonnett)

Animales de compañía

Como te iba diciendo, este es el tiempo de las mascotas.

Porque todo nos lo inventamos, porque nos inventamos todos, preferimos aferrarnos a cualquier clase de amor desigual que podamos agenciarnos.

Digo desigual porque huimos de la renuncia como de la peste, porque preferimos que nos lo digan todo con los ojos en vez de escuchar sus malhumores y tener que razonar con ellos un acuerdo de mínimos.

Uno cree que por sacarlo de la calle, de la protectora de animales o de debajo de un puente, ya van a querernos sin fisuras. Que si les damos de comer pechuga de pavo o atún rojo estarán más contentos con nosotros, si cabe. Que somos lo mejor que les ha pasado en la vida.

Pero queremos que no ladren a deshoras, que no se escapen por las noches, que no se queden preñados si no hay pedigrí que lo aconseje y que nunca hagan de las suyas en el salón. Y no importa si les hablamos chuchichando, que ellos chaben que chon lo que más queremos en el mundo ¿A que chí?

Y cada gesto que hacen nos da toda la razón que ya sabíamos que teníamos: nos quieren incondicionalmente; y si nos esperan inmóviles más allá del ataud no es por costumbre, no es porque hemos reventado sus instintos hasta que dejan de tenerlos, no es porque viven sometidos al urbanismo de nuestro piso, sino porque nos aman inmensamente, con una fidelidad infinita que nos hace rebosar el corazón de autocomplacencia.

Ocurre que esta época se extiende más allá del reino animal y queremos amores desiguales. Y amamos a los niños y a los ancianos, sobre todo si llevan nuestra misma sangre, porque podemos darles de comer pechuga de pavo. Como preferimos tener amantes, sobre todo si nos aseguramos que no van a hacer de las suyas en nuestro salón y que no van a ladrar a deshoras. Y si se escapan por las noches, si se atreven a venir preñados, ni pedigrí, ni pollas. Mejor solos que mal acompañados.

Preferimos tener aquello que podemos dejar sin riesgo, sin que nos pase más factura que un mal rato de conversación con la amistad oportuna que venga a rescatarnos del entuerto.

Estamos preparados para terminar antes siquiera de haber empezado. En lugar de amor, preferimos tener mascotas y luchar por su derechos. No necesitan agradecernoslo, ya nos damos nosotros por agradecidos. Al fin y al cabo, somos lo mejor que les ha pasado en la vida.



Animales de compañía

ellos no, nunca atacan,
tan solo se defienden.
Está en su naturaleza.

¡Uno los ama tanto!
Los acaricias, les mesas el pelo,
los abrazas a corazón abierto,
los metes en tu vida
y todo te lo cambian.

Ellos no lo hacen adrede,
no pueden evitar la genética
y cuando uno, que tanto los ama,
intenta, mansamente, con cariño,
que hagan lo que tú quieres,
cuando los cambias de sitio
o de costumbres,
te arañan sin saberlo,
te pican sin maldad,
te muerden sin intención.

Es por eso
que estas marcas moradas,
ya casi verdes, que andan dispersas
entre mis versos,
estas marcas como de dientes
horadadas en mis poemas
no son culpa suya.

¡Uno los ama tanto!
Ellos no lo hacen adrede.
Es que cuando intentas
que hagan lo que tú quieres,
cuando los cambias de sitio
o de costumbres,
los recuerdos arañan,
los sueños pican,
los desamores muerden.

Inventarse otra vida

Como te iba diciendo, escribir es inventarse otra vida.

Es sencillo: leer algún poema profundo y simbólico, filtrar un haz de recuerdos hasta dejarlos pálidos y ojerosos, completar conversaciones ajenas que comienzan en el asiento de atrás de un autobús somnoliento, dibujar con trazos gruesos un horizonte más cercano y mezclarlo todo con palabras saltarinas.

Y dejar correr los párrafos hacia la prosa -porque para la poesía no tengo receta, pues siempre se me escapa y siempre que me doy cuenta de que se me escapa, me duele; y siempre que me duele, reniego rotundamente de su lazo y destrozo con odio la cesura de los versos para convertirlos en renglones mal alineados-, dejar correr los pensamientos hacia el otro lado de este espejo blanco y sembrar de señuelos los pronombres más atrevidos.

Hablar entonces del dolor transformado en perro y unirlo a las viejas cartas de amor perdidas de la vecina. Cortar los tallos de las flores secas que asoman en los adverbios y dejar que quien nos lee crea que sabe lo que nos está leyendo, como cree uno que sabe lo que está escribiendo.

Escribir es inventarse otra vida. No me pidas que me roce con la que ahora tengo, porque no necesito lupa para que me piquen los eczemas de la espalda ni para ver los desconchones que el tiempo araña en todas las biografías. Prefiero cambiar ausencias por destellos antes que sucumbir bajo el peso inmenso de los telediarios y limar las uñas rotas de las decepciones venideras con la materia frágil de los poemas.

Cada quien se muere como puede, cada quien huye hacia dónde sabe, cada uno elabora concienzudamente y escribe en su agenda la lista de las ventinco cosas que tiene que hacer para matar la angustia y no perecer en el intento. Cada quien sobrevive a su manera cuando vivir es un trabajo mal pagado.

Escribo para ver cosas que no he visto, para crear emociones que no he tenido, para decir palabras que no he dicho. Aunque, tal vez, este otro que me habita las tenga a todas horas en la boca, siempre a un milímetro de decírtelas a ti cuando yo no las escriba.




Poemas de amor, 1

Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno
o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico
y el inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama.

(Darío Jaramillo Agudelo)

SE VIVE SOLAMENTE UNA VEZ

Se vive solamente
una vez. Esta vida, la de ahora,
es la de aquella vez. No hay otra.
Recordar es la torpe
manera de reconocer
un fracaso. Eran falsos los momentos
aquellos si no son
estos momentos. Aquel baile,
si existió, es el que ahora
cimbrea tu cintura en las estancias
vacías; igual que el saxo aquel
que sigo oyendo, tan lejano, ahora
que ya no oigo el saxo aquel.
Así es de corta
la eternidad.

(Rafael Guillén)

Escribir de nuevo

Como te iba diciendo, no sé escribir de otro modo. O tal vez sí sepa, pero puede que no me deje.

Nunca conseguí escribir desnudo como en aquella película; ni siquiera puedo escribir descalzo. Sólo puedo pintar el mundo como lo veo. Aunque quizás no lo vea hasta que no lo escribo y entonces, al confundir la realidad con el sueño, puede que escribir no sea más que otra modalidad del insomnio.

Y cuando me cuentan los otros mundos que existen en éste, no es que no quiera creerlo, es que hay algo, un pellizco en el estómago, un picor en la espalda, un parpadeo excesivo, que me impide verlo como me lo cuentan. Imagino que a los demás les pasará lo mismo cuando yo les trazo unos renglones inflamados de amargura suave.

Así que si mis poemas te gustan, si mi prosa tiene voz propia o si los temas que elijo terminan chapoteando en el fango, no creas que es mérito mío, sino más bien lo contrario: lo que pretendo es huir del miedo a no tener nada que decir. Y para ir más deprisa, despavorido, echo mano de esos detalles comunes a todas las vidas, detalles tan fáciles de adjudicar a la propia vida, como sencillos de imaginar en la ajena.

Como te iba diciendo, uso los recuerdos como materia prima de esto que, quizás pomposamente, quiero llamar literatura. Porque estoy convencido que, salvando la lista de nombres y de lugares, los colores del cabello y la fase en que estaba la luna, la vida, así, tomada a grandes sorbos, es muy parecida para todos.

Aunque perversas las palabras, se envenenan de tal modo que cuando uso recuerdos para enviar postales desde algún filo, éstas consiguen modificar lo que quise escribir y lo tuercen, y lo apretujan, y lo desarman tanto, que el recuerdo se queda en los huesos y las palabras lo sustituyen por un discurso más o menos desvencijado.

Como te iba diciendo, no escribo para recordar, ni para que recuerdes. Escribo para que podamos seguir inventándonos un poco, así, casi imperceptiblemente, por debajo de cada texto.

Sobre todo, aquellas veces en que te gusta lo que veo.




Este poema es una copia
de uno de Vicente Luy que leí esta mañana.
Vicente Luy se arrojó de un sexto piso
de un departamento
que fue a ver para alquilar
en la ciudad de Salta.
En su última entrevista,
se notaba tenso y nervioso,
tenía el rostro turbado de bronca.
Interrumpía las pitadas
para recitar poemas,
interrumpía el humo
para mostrar la máscara
que ocultaba toda su vida.
Ya estaba muerto.
El que leía era un espectro
en cuya oscuridad duerme
la antología de poetas jóvenes
no conocidos del interior.

(Pablo Petkovsek)

Septiembre

Como te iba diciendo, es un ejercicio emocional, una declaración que va más allá de las intenciones. Como quienes eligen septiembre para apuntarse a un gimnasio o para comenzar una colección aunque, luego, tal vez más temprano que tarde, la agenda se coma los minutos necesarios y se pierdan fascículos por el camino y la barriga no se afirme.

Como te iba diciendo, se trata de continuar aquí esa interminable conversación que mantenemos desde que nuestra memoria alcanza a mentirnos. Para domesticar al huracán que a veces contenemos a duras penas y que revuelve las palabras y los sentimientos.

Como te iba diciendo, la cuestión es averiguar si, cuando estuvimos locos, es también ahora y es del mismo modo o, acaso, es luego y es también de otro modo más cuerdo.

Como te iba diciendo, es para rellenar los huecos y que no se hagan más grandes, porque quiero imprimir lo volátil y dejar que el vocabulario y el tiempo lo fermenten y llegue el vino hasta los labios.

Como te iba diciendo, es una rendición. Se trata de recuperar una costumbre que intenté perder sin éxito y sin gana. Se trata de aceptar humildemente que estoy hecho de prosa y no de verso, que soy animal de tinta y no de saliva, que, aunque adoro las vísceras, solo me permito perseguir sueños.

Como te iba diciendo, es una cita. Porque la vida es insomnio, necesito inventar una mentira que te fascine y decírtela al oído; aunque quizás te suene a palabras de otro. Porque las cosas que se guardan en un cajón duran más de una mudanza.

Como te iba diciendo, es otro blog en el que me meto. Porque hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que soy incapaz de escribir todo eso que no me lees.



ESTE ES UN AMOR

Éste es un amor que tuvo su origen
y en un principio no era sino un poco de miedo
y una ternura que no quería nacer y hacerse fruto.

Un amor bien nacido de ese mar de sus ojos,
un amor que tiene a su voz como ángel y bandera,
un amor que huele a aire y a nardos y a cuerpo húmedo,
un amor que no tiene remedio, ni salvación
ni vida, ni muerte, ni siquiera una pequeña agonía.

Éste es un amor rodeado de jardines y de luces
y de la nieve de una montaña de febrero
y del ansia que uno respira bajo el crepúsculo de San Ángel
y de todo lo que no se sabe, porque nunca se sabe
por qué llega el amor y luego las manos
-esas terribles manos delgadas como el pensamiento-
se entrelazan y un suave sudor de -otra vez- miedo,
brilla como las perlas abandonadas
y sigue brillando aún cuando el beso, los besos,
los miles y millones de besos se parecen al fuego
y se parecen a la derrota y al triunfo
y a todo lo que parece poesía -y es poesía.

Ésta es la historia de un amor con oscuros y tiernos orígenes:

vino como unas alas de paloma y la paloma no tenía ojos
y nosotros nos veíamos a lo largo de los ríos
y a lo ancho de los países
y las distancias eran como inmensos océanos
y tan breves como una sonrisa sin luz
y sin embargo ella me tendía la mano y yo tocaba su piel llena de gracia
y me sumergía en sus ojos en llamas
y me moría a su lado y respiraba como un árbol despedazado
y entonces me olvidaba de mi nombre
y del maldito nombre de las cosas y de las flores
y quería gritar y gritarle al oído que la amaba
y que yo ya no tenía corazón para amarla
sino tan sólo una inquietud del tamaño del cielo
y tan pequeña como la tierra que cabe en la palma de la mano.
Y yo veía que todo estaba en sus ojos -otra vez ese mar-,
ese mal, esa peligrosa bondad,
ese crimen, ese profundo espíritu que todo lo sabe
y que ya ha adivinado que estoy con el amor hasta los hombros,
hasta el alma y hasta los mustios labios.
Ya lo saben sus ojos y ya lo sabe el espléndido metal de sus muslos,
ya lo saben las fotografías y las calles
y ya lo saben las palabras -y las palabras y las calles y las fotografías
ya saben que lo saben y que ella y yo lo sabemos
y que hemos de morirnos toda la vida para no rompernos el alma
y no llorar de amor.

(Efraín Huerta)