Escribir de nuevo

Como te iba diciendo, no sé escribir de otro modo. O tal vez sí sepa, pero puede que no me deje.

Nunca conseguí escribir desnudo como en aquella película; ni siquiera puedo escribir descalzo. Sólo puedo pintar el mundo como lo veo. Aunque quizás no lo vea hasta que no lo escribo y entonces, al confundir la realidad con el sueño, puede que escribir no sea más que otra modalidad del insomnio.

Y cuando me cuentan los otros mundos que existen en éste, no es que no quiera creerlo, es que hay algo, un pellizco en el estómago, un picor en la espalda, un parpadeo excesivo, que me impide verlo como me lo cuentan. Imagino que a los demás les pasará lo mismo cuando yo les trazo unos renglones inflamados de amargura suave.

Así que si mis poemas te gustan, si mi prosa tiene voz propia o si los temas que elijo terminan chapoteando en el fango, no creas que es mérito mío, sino más bien lo contrario: lo que pretendo es huir del miedo a no tener nada que decir. Y para ir más deprisa, despavorido, echo mano de esos detalles comunes a todas las vidas, detalles tan fáciles de adjudicar a la propia vida, como sencillos de imaginar en la ajena.

Como te iba diciendo, uso los recuerdos como materia prima de esto que, quizás pomposamente, quiero llamar literatura. Porque estoy convencido que, salvando la lista de nombres y de lugares, los colores del cabello y la fase en que estaba la luna, la vida, así, tomada a grandes sorbos, es muy parecida para todos.

Aunque perversas las palabras, se envenenan de tal modo que cuando uso recuerdos para enviar postales desde algún filo, éstas consiguen modificar lo que quise escribir y lo tuercen, y lo apretujan, y lo desarman tanto, que el recuerdo se queda en los huesos y las palabras lo sustituyen por un discurso más o menos desvencijado.

Como te iba diciendo, no escribo para recordar, ni para que recuerdes. Escribo para que podamos seguir inventándonos un poco, así, casi imperceptiblemente, por debajo de cada texto.

Sobre todo, aquellas veces en que te gusta lo que veo.




Este poema es una copia
de uno de Vicente Luy que leí esta mañana.
Vicente Luy se arrojó de un sexto piso
de un departamento
que fue a ver para alquilar
en la ciudad de Salta.
En su última entrevista,
se notaba tenso y nervioso,
tenía el rostro turbado de bronca.
Interrumpía las pitadas
para recitar poemas,
interrumpía el humo
para mostrar la máscara
que ocultaba toda su vida.
Ya estaba muerto.
El que leía era un espectro
en cuya oscuridad duerme
la antología de poetas jóvenes
no conocidos del interior.

(Pablo Petkovsek)

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