Cine

Me gustan mucho las películas. Para mí el cine está hecho con la materia de los sueños y los sueños son el horizonte de la vida y la vida es insomnio. Así que, aplicando aquella propiedad transitiva que aprendimos en la escuela, podríamos terminar este embrolloso razonamiento diciendo que el insomnio es una película. O que las películas son un insomnio. No sé, creo que me he liado un poco, mejor lo dejamos ahí.

El caso es que como te iba diciendo, aunque me encantan las películas, odio el cine. Digo el cinema, el recinto oscuro que siempre tiene cierto aroma sudoroso y dulzón mezclado con la sal de las palomitas. Lo odio porque cuando se apagan las luces y me meto en la película (y si no me meto, no hago más que pensar en salirme aunque al final no me salgo), digo que cuando me meto en la historia y empiezo a notar como si los diálogos me salieran de la cabeza en lugar de entrarme por el oído, me siento como en casa. Y no hay nada más horroroso que sentirse como en casa en un sitio, en un tiempo, en una relación, que sabes que no lo es y que nunca podrá serlo.

No obstante, siempre hay quien me convence de acudir a alguna sesión, especialmente si se trata de una de esas películas que aparentemente la pantalla grande las mejora y que, por cierto, ni son tantas ni, en mi opinión, las mejoran tanto. Será porque yo puedo concentrarme en cualquier rectángulo (tendrías que verme escribiendo esto, aquí, retorciendo el chandal y el cuello en el sofá), en cualquier rectángulo digo, por pequeño que sea, y vivir en él una vida, aunque sea una vida que esté a medio escribir.

Me estoy dispersando, que es lo que me siempre me pasa con lo que no te estaba diciendo, y por si fuera poco, me parecen preciosas las canciones que tengo puestas de fondo. Así que te lo voy a seguir diciendo para ver si así me centro y puedo terminar.

Como te iba diciendo, me resulta difícil explicar qué es lo que hace que una película me guste o me deje fuera de juego. A veces es una frase del diálogo que dice que cada uno se muere como puede, otras veces la intriga de saber quien es el asesino y querer averiguar cómo se las va a ingeniar el director para sorprenderme; la trama de una tartera que se equivoca de destino, un personaje áspero que padece cáncer de boca, el absurdo que desvela un hombre brotando en un huerto de Albacete, una escena con edificios y espejos en Columbus o cómo entra la luz por la ventana de una pastelería de Tokio.

No hay regla fija sobre lo que me gusta de las películas, de las canciones, de las personas. Como tampoco hay regla fija para saber qué curiosos papelorios voy a guardar en los cajones y, mucho menos, para adivinar la peregrina o sentimental razón por la que los guardo, ni la minúscula casualidad por la que me los encuentro días, meses, años después.

Aunque lo que sí recuerdo con asombrosa claridad es el acto, la emoción que contuve, lo rápido que pasó el tiempo que duró. Y como te iba diciendo, a veces me da por escribir libros mientras aliso y desarrugo una entrada de cine en la que ya no se puede leer la fecha ni la fila de la oscuridad en que sucedió. Aunque sí que recuerdo, claramente, como si hubiera sido ayer, que mi butaca era la de tu izquierda.

Si bien es cierto, como ya te diré en otro momento, que nos inventamos todo y que la ciencia ya está en condiciones de demostrar que, lo que más nos inventamos, son los recuerdos. Así que puede que no fuese la butaca de tu izquierda, sino la de la derecha. Puede que tú no estuvieras y te confunda con otra persona. Puede, incluso, que quien no estuviese allí fuese precisamente yo.





Entrada de cine

Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.

Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.

Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.

Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.

Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.

Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.

(Francisco Pérez, Cosas que se guardan, 2018)

2 comentarios:

  1. Tu me decías que si veía los espectáculos de magia buscando el truco. No disfrutaba. Con el cine procuro hacer lo mismo. Y sí las músicas son muy buenas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La vida es insomnio27 de octubre de 2018, 11:57

      No sabría decir si el cine es magia o la magia cine. Aunque truco, lo que se dice truco, siempre hay en todo.

      Especialmente, en las palabras. Y ese truco que hay en las palabras me gusta especialmente. Aunque el efecto final que escondan nos desencante.

      Eliminar