El dilema de las patatas fritas

Tal vez oído en la mesa de al lado de un bar o discutido contra una madre dietista de las que todos tenemos; quizá escuchado como angustia en confesiones diminutas o en discusiones superficiales mientras el camino del colesterol hace de escenario, como te iba diciendo, tengo que reconocer que me tiene obsesionado el dilema de las patatas fritas.

No hago más que darle vueltas al tubérculo en el coco -que, por cierto, tiene que ser una combinación culinaria interesante- y no consigo encontrar el punto intermedio, ese en el que hay quienes dicen que está la virtud o la solución.

Porque me gustan a rabiar las patatas fritas: a lo pobre -el anacrónico título con el que mis padres me las presentaron hace ya medio siglo-, con su punto crujiente y sus pimientos y sus huevos fritos, pomposamente llamados ahora "rotos". Y, armado con una barra de pan, entrar a la suave batalla de mover el bigote y evitar manchas.

Pero claro, como nada es gratis en este mundo, resulta que engordan, que engordan muchísimo, tanto que, los delgados que saben de esto, ponen el grito en el cielo y nos aconsejan vehementemente un "vade retro" a todo satanás que venga disfrazado de fritanga.

Entonces debería ser fácil. Todos están de acuerdo en lo que nos conviene... adiós a las patatas fritas. Porque si no, habrá que despedirse de la cintura, que parece ser lo opuesto, y volver a preocuparse por analíticas diversas, deterioros imparables y pastillas contra la baja autoestima.

Abstenerse de lo que nos gusta y sufrir por el deseo, o disfrutar primero y sufrir los daños colaterales más adelante, en el consultorio, a la hora del sexo, delante del espejo. Sufrir por haber disfrutado o disfrutar ignorando lo que sabemos que se sufrirá.

De la decepción del espejo, desde el terror al momento playa, a la tristeza de la piña y su alegría de dos tallas menos; del orgasmo que después pasa factura, a la abstinencia que dispara la ansiedad; del aroma aquel con el que la felicidad nos abrazaba durante un ratito, al silencio largo de los meses sin que la piel se nos erice.

De consumir como sentido de la vida, a consumirse buscándolo con ceniza en los labios. De la mentira cotidiana del plato bien presentado, a la gran verdad universal de la báscula: en ese trayecto, recorriéndolo alocadamente desde una punta a la otra y viceversa, van transcurriendo mis meses, mis años, mis décadas.

Yo no creo en los puntos medios, porque el control es la más perversa de las medicinas y el más cruel de los venenos. Porque el control me ha hecho tan impropio como soy, porque ya salí del invernadero y de su temperatura suave, porque dos por dos dejan de ser cuatro si transcurre el tiempo suficiente... nunca consigo resolver correctamente mi dilema de las patatas fritas.

Pero se acerca la hora de la cena, como todas las noches. Y como todas las noches, sé lo que quiero exactamente, como exactamente sé lo que me conviene. Como sé, exactamente, que sólo coinciden muy, pero que muy inexactamente... O nunca.

Y como todas las noches, con coherencia o sin ella, sólo o con leche, triste o alegre, toca elegir quién, cómo, dónde, cuándo... e incluso, mirar fijamente al teléfono y volver a preguntarse por qué.





Coreografía

Para mí amigo Carlos Cortés

En fin
que no he vivido nada.
No sé qué cosa es una guerra
y tengo como prisión al cuerpo
y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda
de reflexionar o fluir;
esto es situarse en el palco de los espectadores,
o estar
en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,
pero aspiro a la totalidad,
es decir a Mozart y al poema que me redima
y me revele los espacios absolutos
y la nada.

Percibo de mí
los sitios más secretos:
la culpa,
una tercera conciencia de las cosas,
la dualidad del pensamiento,
la ira pequeña
por lo que ya ocurrió.
Pero he vivido poco. Treinta años.
Dos amores de piel
y un querer abandonar
esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,
el más tierno desorden del amor,
la cábala
los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,
encontrarme con Dios
y los abismos
y no tener conciencia de la llama.
Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,
de conversaciones que nunca concluyeron,
de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,
de abandonados armarios de caoba que fueron
de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.
No conozco la guerra. Y tampoco la paz.
Me duele la orfandad,
el desarraigo,
el sentirme extranjera en cualquier sitio,
el no pertenecer
a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;
ni hablar del hambre y de la peste,
ni escribir la canción de algún soldado herido,
ni hablar de mujer violada,
ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema
que la vida me conmueve,
que respiro mejor cuando me entrego,
que necesito amar de la manera más simple y primitiva.
Me gusta la paz y la defiendo
y la guerra cuando es justa,
y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,
que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,
y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,
aunque no haya vivido,
aunque mi hambre sea de infinito,
aunque no sepa expresar
que por alguna razón precisa estoy aquí,
a punto de vencer,
a punto de morir,
de vivir.

(Mía Gallegos)

1 comentario:

  1. Que se quede en el dilema la cruel papa frita. Al único cuerpo que ayuda su ingesta es al cuerpo filosófico.
    Buen provecho mi amigo

    ResponderEliminar