Casi agradecería

Como te iba diciendo, la ciencia lo explica todo. Desde la adquisición del lenguaje hasta la lenta destrucción de la identidad que nos regala el Alzheimer. La gravedad y el magnetismo, el paso de las estaciones y las fases de la luna. La percepción sentimental de la brisa, el frío sordo de los campos de nieve y las longitudes de onda de la música.

Explica la geometría púrpura de tu sexo, la arquitectura perfecta y púrpura de una noche de abril a la hora del deseo y el color púrpura de la lluvia.

Su bisturí disecciona la vida, la enfermedad y la muerte, con tanta parsimonia y exactitud que produce escalofríos. Nos ilustra sobre esquizofrenias, alucinaciones y visiones ascéticas. Y esclarece la composición neuroquímica que desencadena el amor y el deseo.

Como te iba diciendo, todo lo que explica la ciencia pierde el misterio con que lo vivimos. Y cuando uno sabe de hipotálamos y de endorfinas, de corpúsculos de Meissner, de queratocitos y de células de Merckel, el deseo parece quedarse en veneno, el amor en trastorno transitorio, la memoria en impulsos bioeléctricos.

La ciencia dice explicarlo todo. Todo sobre todo. Todo sobre el amor y sobre el deseo. Sin embargo, no consigo que me explique cual de ellas es la causa y cual el efecto. Ni tampoco me aclara por qué escribo a máquina en la electrónica de este papel las cosas que desearía grabar para siempre y a mano en la memoria infinita de tu piel.

Como te iba diciendo, la ciencia explica todo lo que ya ha pasado. Pero, no sé si por suerte o por desgracia, la ciencia aún no acierta a averiguar la causa de lo próximo, del porvenir, de las decisiones que se habrán de tomar luego, más allá, a la vuelta de esa esquina que ahora ni siquiera imaginamos que doblaremos.

¿Sabes? Aunque hubo veces en las que pedí a gritos un mapa, ahora que ya he atravesado desiertos y pantanos, casi agradecería a la ciencia que se dejara de tantas explicaciones, casi agradecería al diccionario que se dejara de tantas traducciones. Casi agradecería que siguiera lloviendo mansamente, como esta tarde, sin que me lo avisen en los telediarios.

Y casi agradecería olvidar esta certeza que tengo de que todos lo que escriba, como este texto, acabará con un punto final.





Costumbre

No estábamos seguros.

Y aquel esfuerzo por parecerlo
fue dibujando la traición más desolada,
como si nos hubiéramos perdido de vista
mirándonos a los ojos,
acaso tropezando con la piedra misma.

Como niños que juegan a inventar colores
y acaban manchando de ocre
el porvenir de los pinceles,
inventamos un modo de irse alejando,
una manera de apartar lentamente
a quien te conoce tan palmo a palmo
que cualquier roce de su cuerpo significa
desvelar el esqueleto de tu historia.

Recuerdo haber cantado miedo y vino
en el sótano de algunas noches
en las que la duda era un pájaro
y el corazón consistía
en pasear descalzos por el parque.

Ignorábamos entonces
que el calor que desprenden
dos cuerpos desacertados abrazándose
como al salvavidas de un naufragio,
no necesitaba arreglo alguno
porque ser imperfectos y turbios
no significa estar rotos.

Pero no estábamos seguros.

Y ahora que el tiempo ha corrido
en lugar de seguir andando,
continuo sin saber, sin estar seguro,
sin haber perdido esta viscosa costumbre
de esforzarme en parecerlo,
a pesar de que hace ya muchos insomnios
que el olvidado para qué.

(Quizás te suene a palabras de otro, 2016)

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